Cuando Ariadna abrió los ojos, la suave luz de la mañana se filtraba a través de las cortinas, iluminaba el rostro sonriente de su hijo, que la esperaba sentado en medio de la cama con una enorme sonrisa. Sus pequeños pies apenas tocaban las sábanas, y sus ojos reflejaban emoción.
—¡Mira, mira! —exclamó, mientras agitaba las manos con entusiasmo y señalaba a su papá
Ariadna fingió sorpresa y extendió los brazos para acogerlo.
Esa mañana fue tranquila. Ambos compartían una ilusión, pero el temor de que las cosas saliesen mal era inevitable, sobre todo ahora que eran padres. No es lo mismo terminar una relación y no volver a ver a esa persona, que en su caso, tener que convivir por su hijo, incluso si todo terminaba mal.
Sin embargo, a la hora del almuerzo, al mirarse a los ojos, todo temor se disipaba. Sus manos se encontraban cada que podían y sus corazones se aceleraban ante la idea de futuros días así.
Ni siquiera en el pasado, cuando apenas eran unos recién casados, habían