Mateo suspiró y siguió sirviéndole comida a los dos niños.
Yo me levanté rápido, corrí al baño, y me eché agua fría en la cara.
Al ver mi reflejo en el espejo, con las mejillas rojas, me invadió la vergüenza y el arrepentimiento.
Jamás volveré a intentar emborrachar a Mateo.
Su resistencia al alcohol es imposible de calcular.
Qué frustración… ¡ojalá pudiera borrar de mi memoria lo de anoche!
Esa noche, doña Godines llevó temprano a los niños a dormir.
Yo, mientras tanto, buscaba mi celular, hasta que recordé que lo había dejado en el auto.
Cuando por fin lo encontré, vi que tenía varias llamadas perdidas.
Las primeras diez eran de Mateo, justo a la hora en que yo había recogido a Embi y Luki de la escuela.
Además de las llamadas, había mensajes suyos.
El texto destilaba furia:
“¿Te atreviste a llevarte en secreto a mis hijos? ¿Dónde piensas esconderlos?”
“Te lo advierto, no los escondas ni los uses, o no me voy a contener.”
“Aurora, si intentas huir con mis hijos, te juro que te destru