No respondí nada.
Mateo me tomó de la mano y me llevó afuera.
Desde la habitación todavía se oían los gritos de Camila, llenos de dolor y rabia, un sonido realmente perturbador.
Yo también sentía cierta inquietud. No podía dejar de pensar en que Camila había perdido el control y me preocupaba lo que pudiera hacer.
Salí de la casa, con mil cosas en la mente.
Miré a Mateo y noté que él también estaba pensativo, con los labios apretados, sin decir una palabra.
Sin decir nada, encendió el auto, y salimos.
Después de suspirar, le pregunté:
—¿Todavía estás afectado por lo de Camila?
—No —respondió, seco.
Pensando en el colapso que acababa de tener Camila, apreté los labios, preocupada:
—Ella está enferma, ¿no? ¿No crees que tus palabras la hayan afectado demasiado…?
—No importa —dijo Mateo tranquilo—. Siempre se lo he dejado claro. Además, si no acepta la realidad ahora, solo va a ponerse peor. Es mejor decirlo de inmediato.
—¿Su enfermedad… en serio es tan grave?
—Sí —respondió él, con la m