El corazón me dio un vuelco.
Sentí un dolor en el pecho y se me aguaron los ojos en un instante.
Aunque sabía que todo se aclararía pasado mañana y que Mateo entendería todo, escuchar esas palabras crueles de su parte igual me destrozaba.
Parecía no querer ver mis lágrimas, pues miró a otro lado sin decir una palabra.
Apreté fuerte los labios, esforzándome por no llorar.
Javier me lanzó una mirada a propósito, luego le habló a Mateo con calma:
—Gracias, hermano —sonreía.
Luego bajó la cabeza, se acercó a mi oído y susurró, con un matiz ambiguo:
—Mira, Mateo ya nos dio sus bendiciones. Ahora te toca a ti: deséales felicidad a él y a su prometida, que vivan felices por siempre.
Apreté las manos con fuerza; odiaba esa sensación de estar amenazada y controlada.
—¿Qué pasa, Aurora? ¿Te cuesta tanto desearle lo mejor a tu exesposo? —Javier me susurró al oído, riéndose un poco—. O quizá no quieres que sea feliz, ¿verdad?
—¡Basta! —no pude evitar decirle entre dientes.
Pero Javier me miró fija