Aunque no sabía la hora exacta, podía sentir que ya llevábamos casi una hora en el auto.
Pero al mirar por la ventana, todo seguía completamente oscuro. Ni una señal de la ciudad.
Estaba claro que el auto seguía en plena zona rural, en medio de la nada.
Pero yo recordaba perfectamente que la mansión donde Mateo me había tenido encerrada no quedaba tan lejos del centro; ni siquiera a una hora en auto.
Ese día, cuando los hombres de Mateo me sacaron del aeropuerto y me llevaron a esa casa en la montaña, solo tardaron unos minutos, y eso que había algo de tráfico.
Pero ahora, el camino había estado totalmente despejado.
No tenía sentido que después de casi una hora, ni siquiera pudiéramos ver las luces de la ciudad.
Reprimiendo el mal presentimiento que me invadía, volteé a mirar a Michael.
Estaba reclinado en el asiento, con los ojos cerrados, descansando.
Su cara ya no mostraba la calidez y ternura de antes, sino una indiferencia aterradora.
—Michael...
Le pregunté:
—¿A dónde vamos exac