Sofía estaba frente al espejo, inmóvil, con la mirada fija en su reflejo. El vestido de diseñador —una pieza exclusiva bordada a mano, con piedras negras diminutas que brillaban como estrellas en una noche sin luna— se ceñía perfectamente a su cuerpo. El escote elegante dejaba al descubierto sus clavículas, y su piel parecía hecha de porcelana bajo la luz blanca del camerino. Las pestañas postizas le hacían sombra a los ojos, ahora más opacos que de costumbre, pero aún capaces de encantar a cualquiera con una mirada. Su cabello, planchado y ondulado con precisión milimétrica, caía sobre sus hombros como una cortina de ébano.
Esa noche serían los MTV VMAs. Una noche que había soñado desde niña. Lo tenía todo. El vestido, el chofer, el peinado perfecto, los flashes esperándola allá afuera. Pero en su pecho algo palpitaba fuera de ritmo. Un hueco, un temblor. Un vacío que ni el vestido más caro podía cubrir.
Sofía no era solo una celebridad emergente. Era la baterista de Electric Storm,