Le ofrecí la tarjeta débito a la cajera quien la recibió y Verónica se la quitó de las manos para entregarme de nuevo.
—No —estaba roja.
—Míralo como un adelanto al trabajo que harás de traductora. —Aceptó a regañadientes. Me acerqué a su oído—. Es dinero lícito de mis negocios legales.
—Gracias.
Le sonreí como un tonto. Un vendedor nos ayudó con las compras y las dejamos en la parte trasera de la camioneta. Me sentía incómodo con la situación, no quería apartarla, me agradaba tenerla cerca.
» Lo llamaré, D’Artagnan. —arrugué mi frente.
—¿Por qué ese nombre?
Era evidente, pero quería escucharlo, Simón ingresó al auto, él fue el último en hacerlo y rompió la conversación de mir