El Acuerdo

A la mañana siguiente, Brendan se despertó sobresaltado al oír como alguien trasteaba con la puerta de su celda. Con lentitud, abrió los ojos y esperó, impaciente, a que su vista se adaptara a la leve luminosidad del calabozo, antes de mirar a su izquierda y ver a O’Neill acompañado del mismo guardia de la noche anterior.

¿Es que acaso ese hombre no descansaba? Desde que lo habían encerrado, aquel sujeto había permanecido allí día y noche sin denotar en su rostro el más mínimo cansancio. ¿Qué clase de brujería era aquella?

Encogiéndose de hombros y quitándole importancia a aquel pensamiento sin sentido, se incorporó y se sentó en el camastro.

—Buenos días —saludó Howard, abriendo la puerta—. Puedes salir.

Brendan se puso de pie y observó al comisario con una mirada que intentaba transmitirle que necesitaba que le creyera y que confiara en él. Sin embargo, el hombre se limitó a mirarlo sin la más mínima muestra de comprensión.

—Ya sabes que tienes que permanecer en la ciudad hasta que
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