los derrotaron y los hicieron huir. Esa mañana Dios derrotó a Alá y el conde Drakul cabalgó victorioso sobre los cadáveres de sus enemigos, y dicen que reía, mientras su
espada se afilaba una y otra vez sobre los cuellos de los
hombres odiados. En desbandada y llenos de pánico y rencor, unos pocos sarracenos lograron esquivar la furia de ese
demonio y huir a regiones donde no pudiera encontrarlos la
sed de ese filo terrible. Huyendo sin sentido, encontraron
un castillo perdido entre los Cárpatos y a un campesino
tembloroso. Le preguntaron quién habitaba allí y, cuando
el hombre respondió que era la morada del noble señor de
aquellas tierras, el siempre bienamado conde Drakul, los
fugitivos planearon una venganza cruel. Cortaron la cabeza del campesino y la desfiguraron, y le arrancaron los cabellos. Cuando fue imposible reconocer algún rasgo en ella,
la metieron en una bolsa de tela y cabalgaron hacia el castillo. Se detuvieron ante el portón principal solo para gritar que e