Ethan no podía dejar de pensar en Ava y en su intercambio de risas con Arthur. La imagen de ella sonriendo tan libremente, tan cómoda en presencia de otro hombre, lo carcomía por dentro. Era un veneno lento y corrosivo que se expandía con cada carcajada que recordaba. Cerró su computadora con tanta fuerza que el sonido seco del golpe resonó en la habitación, pero ni siquiera eso apaciguó la furia creciente en su pecho. Su mandíbula se tensó, sus dedos se crisparon sobre el escritorio. No podía ignorarlo. No podía simplemente fingir que no le importaba.
Se puso en pie de golpe, su silla rechinó contra el suelo, pero no le prestó atención. Su humor ya estaba envenenado, con su mente atrapada en un torbellino de imágenes que no dejaban de repetirse: la manera en que Ava inclinaba la cabeza con interés, el brillo de sus ojos cuando Arthur decía algo que le causaba gracia, la manera en que su risa fluía sin reservas.
A medida que avanzaba hacia la cocina, sus pasos eran firmes, decididos,