La noche cayó sobre Italia con la serenidad de un suspiro. El cielo, despejado y profundo, se desplegaba como un manto de terciopelo oscuro salpicado de estrellas titilantes, mientras la luna colgaba, pálida y quieta, sobre el perfil ondulante de las colinas. El aire fresco traía consigo el aroma sutil y embriagador de los olivos, mezclado con el dulzor terroso de los viñedos que se extendían como un mar verde en la penumbra.
Rowan se subió al coche de los Bellandi y el vehículo se deslizó por los caminos estrechos, serpenteando entre cipreses altos y villas dormidas, mientras el motor ronroneaba con suavidad, casi en sincronía con el ritmo tranquilo de la noche.
Durante el trayecto, la conversación fluyó con naturalidad, alejada del tono formal de las negociaciones.
Giuseppe, por su parte, hablaba con orgullo de su villa.
—Imagínelo, señor Kohler, esa terraza principal convertida en un salón donde los huéspedes puedan cenar mientras cae el atardecer sobre los viñedos. Y las suites, c