El miedo me invadió hasta hacerme romper en llanto. Corrí tras ellos y agarré el brazo de mi hermano.
—¡No usé plata para lastimarla! ¡Hermano! ¡Tienes que creerme!
—¡Aléjate de mí! —gruñó—. ¡Está embarazada, ¿entiendes?! ¡Podrías haberlos matado a ambos! ¡Debí haberte dejado en ese centro de rehabilitación para siempre! Cielo, ¿cómo terminé con una hermana tan malvada como tú? ¡Ojalá te mueras!
Me soltó bruscamente, y, como siempre, se alejó sin mirar atrás.
Mi rostro palpitaba de dolor, pero una frase seguía resonando en mi mente:
«Ojalá te mueras».
Esas palabras se fundieron con los interminables días y noches en el centro de rehabilitación, cuando la muerte era más atractiva que seguir viviendo.
—Hermano, no sabes las veces en las que he pensado en morir...
Me subí la manga, revelando un laberinto de cicatrices, evidencia del abuso que había sufrido en el centro.
Parada junto a la ventana donde habían arrojado el collar, llamé a mi hermano por teléfono.
—Hermano, si muriera, ¿entonces me creerías? No la lastimé, aunque ella tomó el collar que mamá me dejó.
—¡Pues muérete! —rugió con voz furiosa al otro lado de la línea.
Dejé caer el teléfono, aceptando mi destino con una sonrisa resignada.
Luego recogí la daga de plata del suelo y la apunté… hacia mi corazón.