Me siento incapaz de sentir dolor alguno.
Todo sucedió tan rápido: la daga de plata penetró mi pecho casi sin resistencia. No sentí dolor, solo una extraña y repentina ligereza que se extendió por todo mi cuerpo, una sensación de libertad sin precedentes.
Porque nunca más volvería a sentir dolor.
El veneno plateado se propagó por mis venas como agua helada, adormeciendo todo a su paso. A lo lejos, escuchaba sonidos, voces alteradas, pasos apresurados, alguien gritando mi nombre. Pero parecían provenir de otro mundo completamente distinto.
En mi estado nebuloso, los recuerdos regresaron con una claridad sorprendente. Recordé cuando enfermé gravemente de fiebre poco después de que mamá muriera, solo tenía nueve años.
Mi hermano estaba frenético en ese entonces. Esteban, con apenas doce años y repentinamente responsable de su hermana pequeña, permaneció a mi lado día y noche, se negó a ir a la escuela, incluso se negó a dormir.
—Tiene 40 grados de fiebre —le dijo al sanador de la manada,