Capítulo 4 Amor y Mentiras
Olivia

Mis manos no dejaban de temblar mientras veía las fotos esparcidas por el suelo. Diego y Raquel, jóvenes y enamorados. La evidencia estaba justo frente a mí, pero mi mente se negaba a aceptarlo.

Nuestro matrimonio había sido feliz, ¿o no? Incluso hoy, Diego me había defendido sin titubear. Había puesto a Raquel en su lugar, había protegido mi posición como madre de Óscar.

Cerré los ojos, enfocándome en mi conexión con Alba. Mi loba no mostraba señales de traición de mi pareja. Si Diego tuviera algo actualmente con Raquel, Alba lo sabría, lo sentiría.

Entonces, ¿por qué mantener tan cerca a su exnovia? ¿Por qué convertirla en su secretaria? ¿Por qué ocultarme su pasado?

Los gestos amorosos a lo largo de los años... ¿habían sido reales o una simple actuación? Los cafés de las mañanas, las caricias, su apoyo constante después de largas sesiones de sanación... ¿todo había sido falso?

Preguntándome todo esto, recogí las fotos y las estudié con mayor detenimiento. Diego se veía tan joven, tan despreocupado… La forma en la que le sonreía a Raquel en esas imágenes... ¿alguna vez me había mirado así a mí?

La familia que creí tener de repente se sentía como un castillo de naipes a punto de derrumbarse. Mi pareja me había ocultado su pasado, y mi hijo me había rechazado en público.

Todo lo que había hecho, había sido por ellos. Cada turno extra en el Centro de Sanación, cada evento social al que había renunciado porque alguien en la manada necesitaba atención urgente…

Había ganado lo suficiente para enviar a Óscar a las mejores escuelas, había pasado incontables horas investigando formas de fortalecer su constitución naturalmente débil, e, incluso había usado mis poderes curativos para reforzar su sistema inmunológico cada vez que era posible.

¿Y qué veía Óscar? Una madre controladora, una inventora de reglas y restricciones, alguien a quien rechazar en favor de una mujer permisiva que le dejaba hacer lo que quisiera.

El sonido de la puerta principal abriéndose me sacó de mis pensamientos. Rápidamente, empujé las fotos y la carta de regreso dentro del sobre.

—¿Olivia? —La voz de Diego resonó por la casa—. ¿Dónde estás, amor?

Me encontró en la habitación de Óscar, rodeada todavía de recuerdos de su infancia. Llevaba en las manos una pequeña bolsa de regalo.

—Pensé que te vendría bien un pequeño detalle —me dijo, sacando de la bolsa una hermosa bufanda de seda, en mi tono favorito de azul—. Sé que hoy ha sido un día difícil.

Tomé la bufanda, intentando ver más allá del obsequio, buscando en sus ojos cualquier rastro de engaño. Pero solo vi preocupación.

—Óscar es apenas un niño —continuó Diego en voz baja, sentándose a mi lado—. No entiende que el incidente del pastel pudo haberlo matado. No recuerda lo cerca que estuvimos de perderlo aquel día.

Pasé mis dedos por una pequeña pulsera de hospital de una de las muchas emergencias de Óscar en su infancia.

—A veces siento que me odia por intentar mantenerlo a salvo —murmuré, llena de pesar.

—No te odia —repuse Diego, rodeándome los hombros con su brazo—. Te ama muchísimo. Solo le disgustan las restricciones. Pero lo comprenderá cuando sea mayor.

Tomó una de las primeras fotos de cuando Óscar era bebé.

—Mira cuánto ha crecido. ¿Recuerdas lo débil que era cuando nació? Su salud ha mejorado muchísimo. Quizá ahora podamos permitirnos ser un poco menos estrictos.

Sus palabras tenían sentido. Su voz calmaba algo roto dentro de mí, y, como si fuera una señal, Diego se inclinó hacia mí y sus labios encontraron los míos, primero con suavidad, luego con urgencia.

Nuestra conexión fue inmediata, una llamada primitiva entre nuestras almas de lobo que no podía ser ignorada.

No pasó mucho tiempo antes de que los besos tiernos se transformaran en pura pasión, y sus manos recorrieran mis hombros desnudos, comenzando un incendio en mi piel. Me pegué a él mientras sus manos firmes descendían por mi espalda; cada caricia era una promesa y una súplica silenciosas.

Con pasión deliberada, lo llevé al borde de la cama, donde el mundo se redujo solo a nuestros cuerpos entrelazados y al profundo deseo que nos dominaba.

Nuestra ropa se convirtió rápidamente en un obstáculo que fue removido sin cuidado, formando pequeños montones sobre la alfombra mientras nos despojábamos de todo. Podía sentir cada ascenso y descenso de su respiración mientras sus labios trazaban un camino lento y ardiente a lo largo de mi cuello. El calor entre nosotros creció vertiginosamente, sus besos se volvieron más profundos, y pronto nuestras manos comenzaron a explorar cada curva, cada rincón secreto, con una intención audaz e inquebrantable. Sentí el calor húmedo de la excitación recorrerme cuando se presionó aún más contra mí, y cada una de sus embestidas y caricias provocaba que tanto Alba como yo dejáramos escapar gemidos de placer al unísono.

Nuestros cuerpos se movían en un ritmo perfecto, acompasados, entre el roce ardiente de piel contra piel y la mezcla de nuestras respiraciones aceleradas. Jadeaba y gemía mientras la cadencia de nuestra unión se intensificaba. Cada movimiento me sumergía más profundamente en una oleada de estimulación sensual.

Cada reclamación explícita que pronunciaba y cada susurro íntimo que me dedicaba enviaban estremecimientos por todo mi cuerpo, encendiendo mis sentidos hasta hacerme temblar.

Sus labios se apoderaron de los míos, primero de manera dulce, y luego reclamándome con desesperación. Nuestros lobos reconocieron esa llamada salvaje que nos había unido desde el principio.

Cuando desperté más tarde, ya no estaba a mi lado, pero el aroma de la cocina llenaba la casa, y podía escucharlo moviéndose entre ollas y sartenes.

Me estiré, sintiéndome más relajada de lo que me había sentido en días. Quizá Diego tuviera razón. Tal vez necesitaba relajarme un poco con Óscar.

Al bajar, encontré la mesa del comedor perfectamente puesta y una comida esperándome. Diego incluso había ordenado la sala.

Este era la hombre que conocía: el que me cuidaba y me amaba.

Decidí entonces que haría un cambio real. Este fin de semana llevaría a Óscar de pícnic. Solo los dos. Sin reglas, ni restricciones. Solo sería un paseo de madre e hijo.

Tomé mi celular para contarle a Diego mis planes. Pero, justo entonces, vi un mensaje nuevo de mi mejor amiga, Isabel.

Era un video grabado apenas una hora antes en una boutique de lujo del centro.

Mi corazón se detuvo mientras lo veía.

Raquel admiraba dos bolsos de diseñador. A su lado, Óscar sacaba una tarjeta bancaria familiar.

—¡Te los compraré, Raquel! —exclamó Óscar, con una voz ansiosa y feliz, igual que sonaba antes conmigo.

La tarjeta negra que deslizó... era mía.

Veinte mil dólares, desaparecidos en un instante.

El teléfono resbaló de mis dedos entumecidos y cayó golpeándose contra la mesa.

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