En otro lado, en la prisión para mujeres, los barrotes de acero inoxidable eran fríos; las paredes estaban cubiertas con una pintura gris desgastada, y había una cama plegable simple y estrecha, una manta gris y un baño básico. Eso era todo lo que había allí.
Celia se recostaba en la cama, mirando el techo, iluminado por una débil bombilla. Su estado mental estaba a punto de colapsar; no podía soportar este lugar ni un solo día más. La manta era áspera y húmeda, con un olor a moho que la hacía picar en todas partes. Se rascaba constantemente, dejando marcas rojas en su piel.
La noche era profunda y el silencio a su alrededor era aterrador. Justo cuando Celia estaba a punto de dormirse, vagando y confundida, escuchó:
—¡Despierta, alguien quiere verte! —Una oficial de la prisión se acercó y golpeó los barrotes.
Celia abrió los ojos de par en par. ¿Alguien quería verla? ¿Quién sería? Desde que entró, nadie había venido a visitarla. Ni siquiera su madre, Teresa, había aparecido.
Estaba a p