Temprano en la mañana del día siguiente, cuando la organizadora de bodas llamó a la puerta con una sonrisa demasiado brillante y los brazos llenos de catálogos de flores, supe que venía por los cambios que había solicitado anoche. Pero aun así, me hice la desentendida.
El Alfa Martín se sentó a mi lado en la mesa del desayuno y la observó fijamente.
—Simona —dijo, con el ceño fruncido—, ¿hay algo de la recepción que quieras cambiar?
Mi loba interior bufó en lo profundo de mi mente. Mentiroso. Ni siquiera planeamos asistir a esta boda.
Temiendo que notara algo, respondí rápidamente:
—Solo el ramo. Quiero algo un poco más… suave.
La organizadora asintió, tomando notas. Pero Martín no iba a dejarlo pasar. Le arrebató de las manos la tabla de tallas y entrecerró los ojos.
—Simona, recuerdo que usas tacones talla 35. ¿Por qué aquí aparece 36?
Me mordí el labio con nerviosismo y recuperé la tabla, aferrándome de manera juguetona a su brazo.
—Pensé que podría ponerme nerviosa e hincharme. Unos zapatos más grandes parecían… más seguros. —Acompañé la excusa con una risita forzada.
El Alfa Martín me miró intensamente, como si intentara descifrar si mentía.
En ese momento, Beta Luis entró apresurado, jadeando. Se inclinó hacia el oído de Martín y susurró:
—Ivonne acaba de tener una caída. La están llevando al hospital. Lloraba y rogaba que usted fuera.
El chirrido de los cubiertos raspando contra la porcelana cortó el aire.
Martín saltó de su asiento, el pánico escrito en su rostro.
—¡Llamen al doctor Millar, ahora! —ordenó—. Quiero a todo el equipo listo. No me importa cuánto cueste, solo sálvenla.
Yo, con calma, lo observé perder la compostura, mientras mis labios se curvaban en una sonrisa burlona.
Estaba demasiado consumido por la preocupación para notar mi extraño comportamiento.
Me hice la ingenua.
—¿Martín? ¿Qué está pasando?
Él se puso el abrigo apresuradamente, su voz seca.
—Proyecto de la manada Corona de Sombras… algo urgente. Te lo explicaré después.
Cuando ya iba a salir, de pronto se volvió, tomó mi rostro entre sus manos y me besó.
—Pórtate bien y espérame en casa —susurró en mi oído.
Esa frase. Pórtate bien. Mi loba gruñó tan fuerte en mi mente que tuve que apretar la mandíbula para no enseñar los dientes.
Lo empujé suavemente.
—Ve, Alfa. Atiende tus asuntos.
En cuanto sus pasos se desvanecieron, la organizadora de bodas me miró desconcertada.
—Señorita Simona, si me permite… ni las medidas del vestido ni las de los zapatos coinciden con sus pruebas anteriores.
sin mucho interés dije:
—Cámbielas.
Ella dudó.
—Y… ¿no había dicho que era alérgica a las gardenias? Ha pedido que reemplacemos todas las rosas por ellas.
Asentí. Recordaba que a Ivonne le gustaba el rosado, así que añadí:
—Además, cambien el tema de la boda a rosado.
—¿Rosado? —parpadeó—. Pero el Alfa Martín dijo que a usted le encantaba el océano. Escogió azul para reflejarlo…
—Sé lo que escogió —dije con frialdad—. Pero ahora yo elijo rosado.
Ella abrió la boca de nuevo, y la interrumpí antes de que se buscara un despido.
—No le diga nada a Martín. Solo hágalo.
Una vez que se fue, empecé a empacar.
Mi vida con Martín había comenzado desde que éramos cachorros. Sus padres eran los mejores amigos de los míos, así que me dejaban quedarme en su casa. Yo solía perseguirle la cola en el campo de entrenamiento, mientras él me enseñaba a esquivar ataques de lobos rebeldes con un palo.
En nuestro cumpleaños número dieciocho, durante nuestra primera transformación, ambos despertamos a lobos poderosos.
¿La parte más afortunada? Mi loba susurró emocionada:
—Martín… él es nuestro compañero destinado.
Ahora, veinte años de recuerdos me miraban desde cada pared: fotos de guerras de lodo, primeros entrenamientos, bailes escolares, incluso la primera vez que lo besé junto al lago.
Arranqué cada foto y las lancé a una pila. Una tenía una mancha de chocolate en la esquina de un aniversario. Otra, la huella de una pata de lobo en el marco: la mía.
Siempre que lo necesitaba, él estaba allí.
Una a una, lancé las fotos a la basura. Luego encendí un fósforo.
Las llamas danzaban y lamían los retratos brillantes, reduciéndolos poco a poco a cenizas.