005 - Manipulación

「Narrador」

En una suite privada del club ejecutivo Altamira, Leopoldo Sandoval removía el hielo de su whisky con un dedo distraído mientras observaba las fotos de la boda de su hija en la pantalla del teléfono.

Samanta llorando.

Angela saliendo del salón con la blusa arrugada.

Matías sujetando a Samanta del brazo.

Samanta abofeteando a la madre de Matías.

Y los titulares: “La boda del año termina en escándalo”.

—Qué ridiculez —murmuró.

Frunció los labios y amplió una de las imágenes. Samanta salía corriendo del salón, aún con el vestido blanco, rodeada de flashes…

—Siempre he odiado los eventos de este tipo —masculló, tomando otro sorbo de whisky.

—¿Estás hablando solo otra vez? —preguntó una voz femenina desde la entrada.

Era Amanda. Su joven esposa. La madre de Angela.

Vestía un conjunto satinado color marfil. Perfecta. Insoportable.

Se sentó sin pedir permiso, se sirvió una copa de vino blanco y lo miró con la misma sonrisa irónica de siempre.

—Tu hija hizo un desastre. Angela me llamó llorando.

Leopoldo la miró de reojo, sin mucho interés.

—Tu hija sabía exactamente lo que hacía. No me vengas con cuentos.

Amanda arqueó una ceja.

—Querrás decir nuestra hija.

Leopoldo chasqueó la lengua.

—Una hija que se acostó con el marido de su hermana, sí. Pero, ¿qué clase de educación le estás dando?

—Eso se veía venir desde hace mucho tiempo, y te lo advertí. Ese hombre miraba de manera muy lasciva a Angela, incluso cuando era menor de edad. Habría sido mejor que lo hubieras casado con ella.

—Angela no sabe nada de la empresa. Es una completa inútil para mis planes. La única neurona que tiene en la cabeza solo le sirve para grabarse haciendo estupideces y subirlas a TikTok. Además, Belandria podrá ser lo que sea, pero no es tonto. Él quería la gallina de los huevos de oro. Y yo… se la di. A cambio de algo mucho más grande: estatus, expansión y un apellido europeo con peso internacional.

—La familia Belandria tiene siglos de linaje, contactos en la banca española, alianzas con casas vinícolas, constructoras y despachos jurídicos de renombre. Unir nuestros apellidos era estratégico. Una jugada maestra. Sandoval Group dejará de ser una empresa nacional. Para mañana, pasará a llamarse Sandoval & Belandria Asociados. Una marca global. Un símbolo de poder transatlántico.

Amanda giró su copa con esa sonrisita ácida.

—Ah, claro. Porque lo que importa aquí es que la empresa la herede cualquiera, menos una mujer. ¿No?

Leopoldo resopló con fastidio.

—No seas hipócrita. Si tan feminista y empoderada fueras, habrías criado mejor a Angela. En vez de enseñarle tus mismas mañas.

Amanda bebió sin despegar los ojos de él.

—Angela solo hizo lo que cualquiera habría hecho. Matías es joven, apuesto, poderoso. Y tú le pusiste a Samanta como esposa por capricho. ¿Esperabas lealtad en un matrimonio arreglado?

—Esperaba resultados —gruñó él—. Los Belandria iban a traernos capital fresco, influencia internacional, posicionamiento en el mercado europeo. ¿Y qué hace mi hija? Hacer una escena de novela, porque su marido se acostó con su hermana.

Amanda se encogió de hombros.

—Tal vez deberías haber estado en la boda más tiempo. Te fuiste después del brindis. No es raro que las cosas se salieran de control.

—Odio esos eventos —escupió—. ¿Para qué quedarme? Ya me habían fotografiado con los idiotas del consejo. Ya había cumplido.

Amanda se levantó y caminó hacia la ventana.

—¿Y ahora qué harás?

—Lo que hago siempre: controlar el daño. Y tú vas a ponerle la correa a Angela. No quiero otro escándalo.

—¿Y si Samanta le pide el divorcio?

Leopoldo giró la copa lentamente.

—Yo se lo impediré. Siempre ha querido mi aprobación. Y ahora… no le queda nada más que obedecer.

***

Samanta no llegó tarde a propósito. No fue por orgullo, sino por miedo. Miedo a enfrentarlo. Miedo a enfrentarse a sí misma.

Cuando el ascensor se abrió directamente al penthouse, todo olía a lo mismo de siempre: madera oscura, cuero italiano y colonia cara. Pero había algo distinto. Un aire espeso. Como si las paredes también supieran que todo había cambiado.

—Llegas tarde —dijo Matías, sin mirarla.

Estaba de espaldas, frente al ventanal. La ciudad ardía detrás de su silueta: Ciudad de México brillaba como una joya maldita al atardecer.

Samanta apretó el bolso contra el pecho.

—Estoy aquí, ¿no?

Él se giró lentamente. Impecable. Camisa blanca, sin corbata, puños abiertos. El rostro de siempre. El mismo que había besado tantas veces. El mismo que había odiado con cada fibra la noche anterior.

—¿Quieres algo de tomar? —preguntó, caminando hacia el minibar.

—No vine a socializar, Matías.

—¿Y a qué viniste, entonces?

—Tú me citaste.

Él sirvió whisky en dos vasos y le tendió uno.

—Quiero que hablemos como adultos.

Samanta no tocó el vaso que le ofreció.

—¿De qué sirve hablar con alguien que solo se preocupa por sí mismo?

Matías sonrió.

—Entonces hablemos de ti y de lo que me hiciste.

Sacó su celular del bolsillo y, con una tranquilidad cruel, abrió el video. Le subió el brillo. Le subió el volumen. Lo dejó correr, sin necesidad de palabras.

Allí estaba ella. Desnuda. Expuesta. Vulnerable. Gimiendo. Pidiendo más. Estremeciéndose entre los brazos de Adrián.

Samanta sintió que la piel se le quemaba.

—¡Basta! —trató de arrebatarle el teléfono—. ¡Apaga eso!

Matías no se movió.

—Eres un cerdo —dijo ella entre dientes—. ¿Cómo te atreves a poner cámaras en mi departamento?

—¿Esperabas menos de mí? —replicó con arrogancia venenosa—. ¿Acaso no puedo proteger lo que es mío?

—¡Yo no soy tuya, Matías!

—Eres legalmente mía. Y ese papel vale más que cualquier orgasmo con tu alemán de m****a.

Ella lo abofeteó, sin pensarlo.

El golpe resonó como una bomba entre ellos.

Matías ni se inmutó. Solo sonrió.

—Ah, qué nostálgico. Me recuerda a anoche.

Se recostó contra la barra del minibar, cruzando los brazos con aire de dueño absoluto.

—¿De verdad crees que voy a dejar que te vayas con ese maldito alemán? Voy a publicar ese video, y tu reputación quedará destruida.

—Por favor, Matías, no lo hagas —rogó Samanta, con la voz temblorosa—. Por papá, por la familia. Eso puede destruirnos a todos.

—Habrías pensado antes de dejar que te la metiera. Además, no seas ingenua. Esto solo te va a destruir a ti. A mí me fortalece.

—Descarado. Tú te acostaste con mi hermana...

—Sí, pero no tienes pruebas de eso. Legalmente, tú eres la única que ha incumplido el acuerdo prenupcial. Y serás la única que quedará ante el mundo como una infiel asquerosa. A mí me basta aparecer en uno de esos vídeos ridículos que la gente sube a TikTok, llorando y haciéndome la víctima, para que todos te señalen como la zorra que eres.

Ella tragó saliva. La idea de perderlo todo —la empresa, su nombre, su dignidad— la paralizaba.

—Podemos divorciarnos, Matías. Sin escándalos. Sin peleas.

—Jah. Divorciarnos —soltó Matías con una risa amarga—. Eso es lo que tú quieres, ¿verdad? Para irte con ese malnacido nazi.

Samanta negó con la cabeza, luchando contra las lágrimas.

—No quiero hacer eso. Solo quiero paz. Admitamos que casarnos fue un error.

De repente, la actitud de Matías cambió. Se dejó caer sobre el sofá y se llevó una mano a la cabeza.

Y comenzó a llorar.

Samanta se quedó de piedra.

¿Qué carajos era eso?

¡Matías nunca lloraba!

—¿Entonces lo admites? —masculló él.

Samanta parpadeó varias veces. No daba crédito a lo que veía.

—Has estado distante el último mes. Tan metida en los asuntos de la empresa. Estuviste distante durante toda la boda.

—Matías... —a Samanta se le encogió el corazón.

—No. Déjame terminar. Fui al balcón a pensar. Preguntarme si realmente valía la pena estar casado con alguien que solo me ignora.

Samanta sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

Él continuó, lento, saboreando cada palabra.

—Yo pensaba que eran ideas mías, pero no. Esta mañana me di cuenta de que nunca has podido olvidar a tu ex.

Ella se mordió el labio, el corazón hecho trizas. Y, sin pensarlo, soltó:

—Tú me engañaste con mi hermanita —balbuceó Samanta.

—Y lo siento. Fui débil. Ella se me ofreció. Yo estaba confundido y...

Matías se arrodilló frente a ella y la abrazó a la altura de la cintura.

—Nunca imaginé que verte en los brazos de otro hombre me iba a doler tanto. Jamás imaginé que me pagarías con la misma moneda, pues se supone que tú eres mejor que yo...

—Matías, anoche me dijiste cosas horribles, sobre nuestro matrimonio, sobre mi padre...

—Lo siento, amor. Dije mucha cosas, cegado por la rabia. Pero si tú me perdonas, yo te perdono. Pero, por favor, volvamos a intentarlo.

—¿Intentarlo? —escupió ella, atónita—. ¿Después de todo esto? ¿Después de que me humillaste? ¿Después de que no hiciste nada para defenderme de tu madre?

Matías se acercó aún más, ahora con un tono casi paternal.

—Sé que te duele. Y créeme, a mí también me duele. Pero no podemos romper esto así. No así.

Ella retrocedió, pero él la sujetó del brazo.

—Por favor, perdóname. Te lo pido. No destruyas lo que hemos construido.

Samanta sintió que todo en su interior gritaba que huyera, que le diera la espalda y no mirara atrás. Pero también sintió ese hilo invisible que la ataba a él, esa mezcla tóxica de amor, miedo y necesidad.

—Princesa, te amo —dijo él—. No tienes idea de lo que sentí anoche al verte llorar así. Yo... no quería que las cosas terminaran de esa forma.

Ella lo miró consternada. No entendía qué era eso que sentía.

—Sé que fue un error. Sé que te fallé. Lo que tuvimos… aún lo podemos recuperar, si me das la oportunidad de demostrarte que puedo cambiar.

Samanta parpadeó, como si algo dentro de ella dudara. La voz de su conciencia le decía que no le creyera, que no fuera tan tonta de volver a confiar en él, que quien la hace una vez, la hace dos, tres y cuatro.

Matías sintió su resistencia, la olió.

Y fue entonces cuando dejó caer la máscara.

Su expresión volvió a cambiar.

Se irguió por completo y la miró con dureza.

—Pero claro… ¿cómo vas a querer intentarlo de nuevo si ya estás con ese imbécil?

Samanta se tensó.

—¿Qué?

Matías sacó su celular, abrió la galería y puso el video en la pantalla. Una imagen congelada de ella, desnuda, entregada. Vulnerable.

—¿Cuánto tiempo llevan viéndose a mis espaldas? —dijo en tono acusador.

Ella retrocedió un paso.

—Yo no tengo nada con Adrián.

—¿No? ¿Entonces te revolcaste con él por venganza?

—¡Sí! ¡Joder, sí! —estalló Samanta, con la voz quebrada—. ¡Lo hice por rabia! ¡Porque me partiste el corazón en mil pedazos!

Las lágrimas bajaron calientes, pesadas, como la confesión que llevaba atorada en la garganta.

Matías le sostuvo el rostro con ambas manos, con una delicadeza que parecía incompatible con su violencia anterior.

—Te amo. En serio. Aunque no sepa amar bien… te amo. —Rozó su frente con la de ella—. Te juro que si pudiera volver atrás, no lo arruinaría. Pero necesito que estés aquí. Conmigo. Que volvamos a ser los de antes.

Samanta sintió que su muro se agrietaba. No quería… pero lo seguía queriendo. O eso creía.

Él la abrazó con fuerza, como un náufrago aferrado a su última tabla.

—Dame una oportunidad. Solo una. Lo vamos a arreglar, ¿sí?

Ella, temblorosa, asintió apenas. Su voz no salió, pero su cuerpo ya había decidido.

Y entonces, él la besó. Despacio. Cálido. Familiar. Tan bien ensayado como el resto de su espectáculo.

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