003 - Venganza

—Llévame a casa —susurré, con la voz rota y la garganta hecha cenizas.

No tenía fuerzas para discutir con el chofer. Ni siquiera sabía si lo que corría por mi rostro eran lágrimas o restos de maquillaje derritiéndose como mi dignidad. Me daba igual.

Durante el trayecto, no miré por la ventana. Solo me quedé mirando mis manos, temblorosas sobre el regazo.

Aún llevaba el anillo.

Ese maldito anillo.

Lo arranqué con rabia y lo lancé al otro asiento como si quemara. Como si pudiera arrancarme el dolor con él.

No sabía si lloraba por la traición.

Por la humillación.

Por haber sido tan estúpidamente ingenua.

El auto se detuvo. Era mi edificio. Mi cárcel disfrazada de hogar.

El portero evitó mirarme. Sabía.

Todos sabían.

El ascensor subió con la lentitud cruel de quien no tiene prisa por devolverte al infierno.

El departamento estaba oscuro, congelado en el tiempo. El olor de las velas viejas aún flotaba en el aire. La mesa con restos del desayuno. Café frío. Una tostada mordida.

Un vestido colgado en la silla.

Todo estaba igual.

Menos yo.

Me dejé caer en el sofá. No lloré. No grité. No tenía fuerzas ni para romperme.

Solo cerré los ojos y dejé que el dolor se hiciera dueño de mi cuerpo.

No sé cuándo me dormí. Pero cuando abrí los ojos, el reloj marcaba las 9:46 de la mañana.

Cada hueso me dolía. Como si el alma se hubiera convertido en peso.

Me arrastré hasta la ducha. Abrí el agua caliente al máximo.

Quería arrancarme la noche de encima.

La suciedad.

Las manos de Matías.

La traición de Ángela.

Las mentiras de mi padre.

El agua caía como lava. Pero yo ya no lloraba. No podía. Estaba seca por dentro.

Me vestí sin pensar. Un pantalón cómodo. Una camiseta vieja. Un suéter ancho. Nada que recordara que, hace unas horas, me llamaban "la novia".

Fui a la cocina. Puse a calentar agua. No por café. Por rutina. Para no sentirme completamente vacía.

Encendí el celular.

115 mensajes.

32 llamadas perdidas.

4 notas de voz.

Cientos de notificaciones.

No abrí ninguno. Solo uno me obligó a respirar más lento:

Adrián Weiss:

“No quiero presionarte. Solo quiero que sepas que estoy aquí. Cuando estés lista.”

Apreté los labios. Dejé el teléfono boca abajo.

No estaba lista.

A las 11:14, sonó el timbre.

Me sobresalté. No esperaba a nadie.

Vi por la mirilla.

Una mujer rubia, impecable. Traje blanco. Rictus helado. Sostenía una carpeta.

Abrí sin hablar.

—¿Señorita Samanta Sandoval? —dijo con voz sin alma.

Asentí.

—Vengo de parte del bufete Vargas, en representación del Grupo Belandria. Este sobre es para usted.

Me lo entregó como quien reparte facturas.

Cerré la puerta sin responder.

Fui hasta la mesa. Abrí el sobre.

Leí.

Y sentí cómo algo dentro de mí… se rompía.

Un documento que validaba a Matías como representante legal en el Grupo Sandoval. Un contrato prenupcial firmado por mi padre. Todo orquestado. Todo frío. Todo legal.

Yo no era una esposa.

Era una transacción.

Una firma.

Un pase de acceso.

No grité.

No lloré.

Solo sentí una furia muda, lenta…

Como un incendio que empieza en la garganta y no se detiene.

Intenté llamar a mi padre.

Una vez.

Dos.

Tres.

Nada.

Silencio.

Y entonces lo supe.

Me había dejado caer.

Me vendió. Me dejó sola.

Matías ya había ganado la primera ronda.

Mi mano se movió sola. Casi sin que lo pensara.

Fui hacia el tocador. Abrí el segundo cajón.

Saqué una caja pequeña.

La abrí.

Miré el objeto dentro.

Y sonreí.

Por primera vez desde que todo estalló… sonreí.

Iba a devolvérselo todo. Con intereses.

Marqué ese número que no debía.

O quizás sí.

Quizás lo único que necesitaba era su voz.

—Samanta —contestó.

Firme. Íntimo. Dolorosamente familiar.

—¿Puedes venir a mi departamento?

—Mándame la dirección. Voy en camino.

Treinta minutos después, el timbre sonó.

No lo miré por la mirilla. No hacía falta.

Era él.

Adrián Weiss.

De pie frente a mí.

Elegante. Impecable. Irreal.

Con esa mirada de acero que parecía indestructible… y esos ojos azules que a mí siempre me hicieron temblar.

Cerró la puerta sin decir una palabra.

—¿Estás bien? —preguntó, en voz baja.

Negué. No podía fingir. No con él.

Le tendí la carpeta.

La revisó en silencio. Página tras página, su rostro se tensaba, sus cejas se fruncían, su mandíbula se apretaba.

Cuando terminó, la dejó caer sobre la mesa como si fuera basura.

—Esto no se va a quedar así —murmuró.

Pero yo no necesitaba venganza en ese instante.

Solo quería dejar de sentir este vacío.

—No quiero que me defiendas —susurré—. Quiero que me ayudes a olvidar.

Él me miró. Y en sus ojos había un océano de emociones: rabia, ternura, deseo… pena.

—¿Qué necesitas?

—No lo sé. Solo… —di un paso hacia él—. Solo sé que quiero recordar cómo era estar contigo. Sin esta m****a. Sin este dolor que me asfixia.

Lo toqué.

No se movió.

Solo me miró.

—¿Estás segura?

—No.

Y lo besé.

No fue un beso dulce.

Fue hambre. Memoria. Urgencia.

Sus manos me atraparon la cintura.

Mis labios buscaron su cuello.

Mis dedos lo aferraron como si me fuera la vida.

Me alzó. Me llevó a la habitación.

La ropa cayó al suelo, como una segunda piel que ya no me pertenecía.

Y nuestros cuerpos...

Nuestros cuerpos se reconocieron antes de que lo hiciera la razón.

Su aliento en mi oído.

Mi espalda arqueándose bajo su tacto.

Su voz ronca, apenas un susurro entre jadeos.

Yo no pensaba.

Yo no decidía.

Yo solo sentía.

Pero justo antes de fundirse en mí, él se detuvo.

—¿Estás haciendo esto por venganza?

Me quedé en silencio.

Le acaricié el rostro. Le rocé los labios con los míos.

—Tal vez sí —susurré—. Tal vez no. Solo sé que… quiero recordar cómo se siente que alguien me toque… sin romperme.

Él apretó la mandíbula. Me sostuvo con fuerza. Como si tuviera miedo de que desapareciera.

Y luego me besó. Lento. Profundo. Desgarrador.

Me llevó a la cama.

Sus labios encontraron mi cuello, mis clavículas, mis pechos.

Sus manos no buscaban dominar…

Buscaban consolar. Despertar. Rescatar.

Yo no gemía. Lloraba. En silencio.

Pero no era tristeza.

Era liberación.

Sus embestidas no eran castigo.

Eran refugio.

Cada movimiento suyo arrancaba una capa de dolor.

Cada caricia devolvía una parte de mí.

Mis uñas marcaron su espalda.

Mis piernas lo rodearon con urgencia.

Mis suspiros se mezclaron con los suyos.

Y en ese vaivén de cuerpos y recuerdos, lo supe:

No estaba haciendo el amor con Adrián…

Estaba huyendo de Matías.

De la traición.

De mí misma.

Pero él…

Él me amó igual.

Sin condiciones.

Sin preguntas.

Y justo cuando nuestros cuerpos alcanzaron el abismo…

Lo miré a los ojos.

Y por primera vez desde que todo estalló… me sentí viva.

***

Matías

El video corría en la pantalla.

Allí estaba ella. Samanta.

Con él.

Desnuda.

Entregada.

Como si jamás me hubiera pertenecido.

La imagen era nítida. Demasiado nítida.

Claro… yo mismo había instalado esas cámaras en el departamento.

Pequeñas. Discretas. Invisibles a simple vista.

Solo por seguridad, me dije en su momento.

Pero la verdad era otra.

No confiaba.

Nunca confío.

Y menos en ella. Siempre tan inocente. Tan perfecta…

Ahora tenía lo que necesitaba.

No pude evitar que el estómago se me revolviera.

De rabia.

¿Quién carajo se creía que era?

¿Cómo se atrevía a acostarse con ese imbécil?

Sí, yo le había sido infiel.

Sí, me acosté con su hermana.

¿Y qué?

Eso no le daba el derecho a hacer lo mismo.

Ella es mi esposa.

Mía.

Apreté los dientes hasta sentir que crujían.

Golpeé el escritorio con el puño cerrado.

¡Con él!

¡Con ese idiota alemán!

La muy maldita me mintió.

Nunca lo superó.

Siempre estuvo ahí, escondido en su maldita memoria.

Y ahora lo tenía en su cama.

Entre sus piernas.

Como si yo no existiera.

Pausé el video justo antes del clímax.

Vi su cara.

Su cuerpo.

Su placer.

Le quité el audio. No me hacía falta escucharlo.

Solo necesitaba verla.

Abrí la aplicación de mensajes y escribí sin pensar:

“Te tengo, zorra.”

Adjunté el archivo. El fragmento exacto.

Sin miramientos. Sin explicaciones.

Me dejé caer en el sillón de cuero y respiré hondo.

La habitación estaba en silencio, pero mi cabeza seguía latiendo como si me hubiera explotado una bomba en el pecho.

Abrí el cajón de la derecha.

Allí estaban los documentos.

Todos los papeles que ella había firmado sin leer.

—Es para una cuenta conjunta —le dije una noche, luego de cenar, cuando ella hizo el intento de leer el bendito papel.

—Tu papá dice que es solo una formalidad —le comenté la vez que se mostró reacia a firmarme otro documento.

—Somos un equipo, princesa —le susurré, mirándola a los ojos después de tener sexo.

Y ella… firmaba.

Ahora yo tenía el poder total.

Representación legal sobre el 46 % de las acciones que, al morir su padre, quedarían a su nombre.

Ese era el acceso que necesitaba para controlar la empresa, pues yo ya poseía el 17 %.

Era simple: si el viejo estira la pata, yo me convierto en el accionista mayoritario de Sandoval Group International.

Y todo gracias a su dulce y manipulable heredera.

Sonreí con arrogancia.

Leopoldo creyó que estaba entregando a su hija a un igual.

A un Belandria poderoso. Intachable.

Lo suficientemente brillante como para merecer su legado.

Qué estúpido. Qué ciego.

No vio los préstamos disfrazados de inversión.

No investigó los estados financieros de nuestras filiales fantasma.

No rastreó los contratos con sellos falsificados.

Ni sospechó que el jet en el que volamos a sellar la alianza… no era nuestro. Lo rentamos por tres horas.

Todo fue una puesta en escena.

Un maldito teatro diseñado por mí, para que él cayera.

Y cayó.

El apellido Belandria todavía abría puertas.

Las revistas, los premios, las portadas, los discursos en Davos…

Todo seguía funcionando.

Porque la ruina no huele cuando está disfrazada de elegancia.

Y ahora, tenía lo que necesitaba.

El acceso.

El poder.

El apellido Sandoval bajo mis manos.

Solo tenía que resistir un poco más…

Porque había una condición.

Un detalle que ella no conocía.

Si me divorcio antes de que Leopoldo se muera (que aspiro y espero sea pronto), no heredo nada.

Nada.

Ni un solo centavo.

Ese fue el acuerdo.

Una cláusula secreta, firmada a puerta cerrada.

“Estabilidad familiar”, lo llamó el viejo.

Honor, compromiso, lealtad.

Una farsa.

Pero una farsa útil.

Porque si aguanto, si sigo casado con su niñita hasta el final…

Entonces todo será mío.

Y entonces sí…

Podré quitarle hasta el apellido.

Encima estaba el contrato prenupcial.

La cláusula fue idea de ella.

—Para que siempre seamos honestos.

—Para protegernos, por si algún día…

Recuerdo que lo dijo con esa voz suave, como si creyera en los cuentos de hadas.

Yo solo asentí.

Fingí ternura.

Y firmé.

Feliz.

Quizás la muy tonta pensaba que, si yo le era infiel, se quedaría con una parte de mi fortuna.

¡Jah!

Como si tuviera algo que darle.

No tiene ni idea de que estoy en la ruina.

Aunque me hubiera pillado con medio país encima, no habría podido sacarme ni un centavo.

Pero me convenía que firmara.

Que pronunciara su maldito “sí, acepto”, creyendo que estaba protegida.

Porque ahora…

Ahora es ella la que va a perderlo todo.

Ella no tenía pruebas de lo mío con Ángela.

Solo su palabra.

Yo sí tenía un maldito video.

Imagen.

Prueba.

Con eso podía anular cualquier reclamo.

Y si se atrevía a pedirme el divorcio antes de tiempo, la amenazaría con difundir el video por todos lados y convertirla en una infiel mediática.

La heredera que traicionó su apellido.

La “mujerzuela” de portada.

Nadie iba a ver el dolor que yo le causé.

Solo iban a ver su cuerpo, en esa cama, con su ex.

Y eso… bastaba.

Me incliné hacia atrás.

Cerré los ojos.

—Vas a perder este juego, Samanta —murmuré, con una sonrisa lenta.

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