「Samanta」
—¿¡Qué coño haces tú aquí!? —rugió Matías, con la cara desfigurada por la furia.
Pero Adrián ni siquiera parpadeó.
No lo miró. No lo escuchó.
Solo tenía ojos para mí.
Como si Matías no existiera. Como si yo fuera lo único que importaba.
—Lo siento, Samanta —dijo con voz grave, profunda, con ese maldito acento alemán que me erizaba la piel—. Mi vuelo se retrasó. Llegué tarde.
Mi corazón se detuvo.
Por un segundo… solo uno… quise correr a él.
Quise hundirme en sus brazos y desaparecer.
Pero no lo hice.
El veneno en los ojos de Matías me ancló en el lugar.
—¡¿Qué demonios estás diciendo?! —gritó Matías, fuera de sí—. ¿¡Tú lo invitaste a nuestra boda!? ¿¡A tu maldito ex!? ¿¡Al tipo con el que ibas a casarte!?
Lo miré.
No por culpa.
Sino por la hipocresía asquerosa que salía de su boca.
—¿Tú me estás reclamando? —solté una carcajada seca, amarga—. ¿¡Después de cogerte a mi hermana el día de nuestra boda!?
El silencio cayó como un golpe.
Duro. Mortal.
Adrián desvió lentamente la mirada hacia Matías.
Y su expresión se volvió hielo.
—Hay que ser muy basura —escupió con frialdad— para hacerle eso a la mujer que se supone que amas... el mismo día en que la llevas al altar.
Matías apretó los dientes. Las venas del cuello le latían.
—Esto no te incumbe —escupió—. Son asuntos de marido y mujer.
Adrián dio un paso adelante.
No levantó la voz. No se alteró. Pero sus palabras fueron cuchillos.
—Si hubiera llegado a tiempo, jamás habría permitido que Samanta se casara contigo.
—¿¡Ah, sí!? —Matías se le fue encima, levantando el puño—. ¿¡Y tú quién m****a te crees que eres para “permitir” o no, algo a mi esposa!?
La tensión estalló.
Estaban a punto de golpearse.
Y yo, rota y en shock, me metí en medio.—¡Basta! ¡YA BASTA LOS DOS! —grité con todo el aire que me quedaba—. ¡No voy a permitir una pelea de machos en esta habitación! ¡Esto no va a arreglar nada!
Se quedaron quietos.
Congelados.
Respiraban como bestias listas para atacar.
Adrián me miró.
Su mirada estaba llena de algo que no supe reconocer.
Dolor. Furia. Protección. ¿Lástima?
—Escuché parte del escándalo, Sam —dijo en voz baja—. Pero no supe lo que pasaba hasta que fue tarde. Cuando me contaron lo que te hizo tu suegra... vine de inmediato.
—No fue nada —mentí, levantando la barbilla—. Ya estoy bien.
—¿Qué clase de hombre deja que su madre abofetee a su esposa? —espetó Adrián, sin apartar la vista de Matías.
Matías se rió. Una risa vacía, irritada, nerviosa.
—¡Por favor! ¡Basta ya con esta novela barata! ¡Lárgate, Weiss! ¡Esto es entre Samanta y yo! ¡Sal de aquí ahora!
Adrián no se movió.
Era una muralla. Un muro que Matías no podía derribar.
—Samanta… —dijo con voz serena, pero firme—. ¿Estás segura que está bien? Puedes venir conmigo, no tienes que quedarte al lado de este imbécil.
Matías se tensó. Contuvo el aliento. Sintió que perdía el control. Y él odiaba perder.
El silencio me taladró.
Miré a uno.
Luego al otro.
Y lo decidí.
Me sujeté la falda. Acomodé el vestido como si aún quedara algo de dignidad entre los restos.
—La verdad… —dije con voz baja, pero segura— es que quiero estar sola.
Me giré. No corrí. No lloré. No me disculpé.
Solo caminé hacia la puerta. Crucé el umbral.
Y mientras me alejaba, sentí sus miradas clavadas en mi espalda.
Como si yo fuera el premio de una m@ldit@ guerra que todavía no había empezado.
***
「Narrador」
La puerta se cerró tras ella. Y el silencio… fue un disparo sordo entre los dos hombres que quedaron dentro.
Matías fue el primero en romperlo.
Con los dientes apretados. Con veneno en cada sílaba.
—Aléjate de mi esposa, Weiss.
Adrián lo miró. Sin miedo. Sin respeto.
Lo miró como quien observa una cucaracha arrastrarse por el piso.
—¿Tu esposa? —repitió con ironía venenosa—. No parecía que te importara mucho cuando te metiste en la cama con su hermana.
Matías soltó una risa amarga y se cruzó de brazos.
Defensivo. Incómodo.
Como un animal acorralado que intenta seguir rugiendo.
—Oh, por favor… Supérala, Adrián. Ella te dejó. Me eligió a mí. Y eso… eso te quema por dentro, ¿no?
Adrián sonrió. Pero era una sonrisa fría. Vacía. Dolorosa.
—Te equivocas. Samanta nunca me dejó. Tuve que irme a Alemania, a hacerme cargo del imperio de mi padre después de su muerte. Ella tenía su vida aquí… No podía arrastrarla conmigo.
Matías entrecerró los ojos. Celoso. Inseguro.
—¿Entonces fue una decisión de mutuos consentidos? —escupió con burla.
—No. Fue una decisión de adultos. De personas que se aman… aunque les duela separarse. —Adrián se inclinó hacia él, la voz baja, gélida—. Pero que me haya ido… no significa que dejé de amarla. Ni un solo día.
Matías se tensó. El aire se volvió más denso.
—No vas a venir a arruinar mi matrimonio.
Adrián lo miró como si le diera lástima.
—¿Arruinarlo yo? Matías… tú lo destruiste con tus propias manos.
Silencio. Tenso. Elástico. Mortal.
Dos hombres.
Dos historias cruzadas.
Una mujer… y demasiadas heridas abiertas.
Matías apretó los puños.
Pero Adrián… ni parpadeó.
—No te confundas. No voy a desaparecer. No voy a dejarla sola contigo. Voy a estar cerca. Viéndote. Esperando. Y si vuelves a lastimarla… —hizo una pausa. Casi un susurro venenoso— …te juro que no vas a ver de lo que soy capaz.
Giró sin más. Caminó hacia la puerta. La abrió.
Y al cerrarla, el eco no fue solo de madera golpeando madera.
Fue un aviso. Una cuenta regresiva.
***
「Samanta」
El viento frío me acarició la cara… como si intentara consolarme. Me apoyé en la baranda de la terraza, cruzando los brazos sobre el vientre, como si pudiera sostener así los pedazos de mí que amenazaban con caerse al piso.
Había dejado atrás la suite.
A Matías.
A Adrián.
A los gritos.
Al escándalo.
Pero el dolor… ese me siguió como una sombra.
Los tacones me temblaban sobre el mármol. El vestido blanco me pesaba como si llevara encima el cadáver de una ilusión. Tan perfecto. Tan inútil.
Me llevé la mano a la mejilla. La misma que su madre me había golpeado. Pero no dolía la piel. Dolía por dentro. Dolía la humillación. Dolía la traición.
Matías.
Dios.
A pesar de todo, seguía queriéndolo.
Como una tonta.
Como una idiota que no sabe soltar a quien la está destruyendo.
Recordé su risa.
Sus abrazos por la espalda en la cocina.
Las veces que me juró que jamás dejaría que nadie me lastimara.
Y fue él quien me mató en vida.
Con mi hermana.
El día de nuestra boda.
¿Se puede romper más cruelmente a una mujer?
Y entonces… Adrián.
Volvió.
Después de todos estos años… volvió.
Más guapo.
Más seguro.
Más Adrián.
Con esos ojos grises que nunca dejaron de dolerme.
Él no me mintió.
No me usó.
No me rompió.
Solo se fue. Porque tenía que hacerlo.
Porque su vida estaba lejos.
Y no quiso arrastrarme.
No quiso obligarme.
Y, aun así… volvió por mí.
Cerré los ojos.
El viento me despeinó. No me importó.
Mi cabeza me gritaba que Matías era un hijo de puta.
Pero mi pecho… mi pecho todavía ardía por él.
¿Era amor?
¿Era costumbre?
¿Era rabia?
¿Era miedo?
¡No lo sé!
—¿Por qué, Matías…? —susurré—. ¿Por qué con ella?
Pero otra voz me atravesó como un puñal suave, limpio, directo:
"De haber llegado a tiempo, jamás habría permitido que Samanta se casara contigo."
Adrián.
No vino a juzgarme.
No vino a reclamar nada.
Vino a defenderme.
Y ahí lo supe.
Ahí lo sentí.
Lo peor no era sentirme traicionada.
Lo peor es era no saber a quién diablos pertenecía lo pedazos que quedaban de mi corazón.
***
「Narrador」
La suite presidencial no estaba en silencio. Estaba envenenada. Ese tipo de silencio denso que no da paz. El que se siente antes de que todo explote.
—Esa maldita muchacha va a echarnos todo a perder —escupió la madre de Matías, con la mejilla todavía ardiendo por la bofetada que le había dado Samanta.
—Nos humilló delante de todos —gruñó el padre, bebiendo whisky sin quitar los ojos del ventanal—. ¡Como una cualquiera! ¡En plena recepción!
—Y para colmo… apareció ese bastardo —Matías caminaba como una fiera acorralada, sudando rabia—. Adrián Weiss. Su ex.
—¿Qué demonios...? ¿Está aquí? —el padre de Matías se irguió, tenso—. ¿Qué hace ese cabrón en nuestra boda?
—Samanta lo invitó —murmuró Matías, apretando los dientes.
—Estúpida mujer —soltó la madre, con veneno en cada sílaba—. Ahora lo que falta es que el viejo se arrepienta del trato...
—No lo hará —aseguró Matías—. Me encargué de que firmara todo antes de la ceremonia.
El padre lo miró con atención.
—¿Todo?
—Testamento. Fusión de capitales. Cesión de acciones. Si a Samanta le pasa algo… todo queda a mi nombre.
Un silencio gélido cayó entre los tres.
El padre asintió, satisfecho.
—Buena jugada.
—Pero se te fue todo al carajo cuando metiste a la hermanita en la cama —soltó la madre, afilada como una navaja.
—¡Esa niña se me ofreció! ¡Yo no la busqué!
—Y tú caíste —escupió el padre—. Como un idiota.
Otro silencio. Más pesado. Más peligroso.
—Tenemos que actuar —dijo la madre, recomponiéndose con su porte de reina arruinada—. Esa mujercita podrá tener el apellido Sandoval, pero no puede pisotearnos. Ni arrastrar nuestro nombre por el lodo.
—Ya lo hizo —murmuró el padre, sombrío—. El escándalo llegará a la prensa. Mañana estaremos en todos los titulares.
—No si la hundimos antes —dijo ella. Y entonces sonrió. Lenta. Cruel—. Samanta es emocional. Inestable. Ya lo demostró. ¿Y si… la hacemos ver como una loca?
Matías la miró, intrigado.
—¿La internamos?
—No —susurró la madre—. La desacreditamos. La destruimos con elegancia. La convertimos en una vergüenza pública. En un error para su padre. En una bomba que puede destruir el legado Sandoval.
—¿Y Adrián? —intervino el padre—. Ese cabrón va a meterse en todo.
Ella se encogió de hombros.
—Entonces lo destruimos también.
Se miraron. Los tres. Cómplices. Fríos. Inquebrantables.
Y, como si el demonio se hubiera sentado a la mesa con ellos, la madre susurró:
—No hay lugar en esta familia para los débiles. Y Samanta acaba de firmar su sentencia.