La madrugada se deshizo en la finca como si alguien hubiese pasado la mano sobre una tela húmeda: lenta, perezosa, generosa en luz. Isabel despertó con la sensación de haber sido mecida por un rumor de hojas; la ventana de su cuarto dejaba entrar un hilo de sol que dibujaba un rectángulo tibio sobre la colcha. Se había dormido temprano el día anterior, rendida por la fatiga de cuidar, por la paz que le daba la mejoría de su madre. No imaginó, ni por un segundo, que la calma, esa mañana, se convertiría en la antesala de una batalla campal.
Bajó las escaleras con pasos cautelosos, el piso de madera crujió apenas, y el olor del café la alcanzó como una mano que la empujaba hacia la realidad. Pensó en la casa todavía en letargo, en su mamá todavía en su cuarto recostada. No esperaba ver a nadie más en la mesa salvo Alejandro y el servicio quieto y profesional.
Cuando atravesó el umbral del comedor la imagen la atravesó con la precisión de una puñalada: Valentina, impecable, sentada en la