Me dolían las rodillas y las palmas de las manos, pero nunca pensé en decirle que parara. Cada movimiento de su cuerpo contra el mío, despertaba una nueva sensación en mí, y me hacía gritar.
—Inclínate un poco más —gruñó clavándome los dedos en las caderas.
Jadeante, le obedecí. Apoyé los brazos en el piso y ladeé la cabeza, entonces no pude evitar soltar un grito. En esa nueva postura, su miembro llegaba más profundo que antes; era tan doloroso como placentero.
Mientras Sebastián arremetía sin piedad contra mí una y otra vez, yo comencé a sentir otro orgasmo aproximarse. Apreté los labios, sintiendo cómo se movía frenéticamente en mi interior, saliendo y entrando repetidas veces; sintiendo cómo empujaba sus caderas contra mí, dejándome roja la piel con cada embestida.
Casi podía imaginarlo.
—¡Oh, Sebastián... ! —exclamé cerrando los ojos, al tiempo que todo mi cuerpo se tensaba.
Jadeando tan rápido como yo, él se inclinó sobre mi espalda y me tomó del cabello, obligándome