Pasé la noche en vela, con los ojos fijos en el techo de mi habitación medio vacía. No quedaba rastro de Diego en este espacio que alguna vez compartimos, pero su sombra aún flotaba en el aire, en los recuerdos que se aferraban a mí como un perfume que no se va, por más que lo intente.
A mi lado, la pantalla de la laptop brillaba con una búsqueda que había comenzado impulsivamente y que ahora parecía una decisión inevitable. Opciones de alquiler en otras ciudades, posibilidades de traslado en mi trabajo, boletos de avión. Cada pestaña abierta era un recordatorio de que irme ya no era solo una idea… era un plan en marcha.
Pero entonces llegaba el miedo. Ese molesto, insistente nudo en el estómago que me hacía cuestionarlo todo.
¿Realmente podía empezar de cero?
¿Realmente quería hacerlo?
Mi teléfono vibró sobre la mesita de noche, sacándome de mi enredo mental. Miré la pantalla: un mensaje de Sofía.
"¿Ya lo decidiste? Porque si no, voy a ir a tu casa a empacarte yo misma."
Reí por lo bajo. Sofía nunca había sido de las que se andaban con rodeos, y en este momento, eso era justo lo que necesitaba.
"Estoy viendo opciones, pero aún no lo tengo claro."
"Helena…"
Sabía lo que venía. Un discurso motivacional mezclado con un poco de amenaza amistosa.
"Escucha, ese departamento está lleno de recuerdos de alguien que ni siquiera te merecía. ¿Vas a seguir en la misma ciudad, con las mismas calles, los mismos lugares que te recuerdan a él? ¿O vas a darte la oportunidad de algo nuevo?"
Sabía que tenía razón. Me lo había dicho antes. Me lo diría otra vez. Y la verdad era que, en el fondo, ya había tomado la decisión.
Suspiré, pasando las manos por mi cara. Cerré la laptop de golpe y me levanté.
Era hora de cerrar este capítulo de una vez por todas.
El café en mis manos estaba casi frío cuando Diego llegó al lugar donde habíamos acordado encontrarnos. Era un sitio neutral, una cafetería a la que solíamos ir cuando aún nos importábamos lo suficiente como para tener citas.
Lo vi entrar y, por un instante, me pregunté si él sentía lo mismo que yo. Si también notaba lo irónico que era estar aquí, pretendiendo que dos desconocidos podían despedirse con cordialidad después de haberse roto mutuamente.
Se sentó frente a mí, dejando caer sus llaves sobre la mesa. No había rastro de nerviosismo en su expresión, solo esa misma indiferencia con la que había aceptado el divorcio.
—Me sorprendió tu mensaje —dijo.
—No deberías. Sabes que esto tenía que pasar.
Diego asintió, dándole un sorbo a su café.
—¿Así que te vas?
No hubo emoción en su tono. Ninguna señal de que le importara.
Y eso, más que cualquier otra cosa, confirmó que estaba haciendo lo correcto.
—Sí —respondí, firme—. Me transfirieron a otra ciudad.
No era mentira. Mi jefe había mencionado la posibilidad de un traslado hace meses, y aunque en su momento lo había descartado, ahora se sentía como la solución perfecta.
Diego se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que es lo mejor.
Esperé alguna otra reacción. Algún indicio de que esto le afectaba, aunque fuera un poco. Pero no hubo nada.
Solo silencio.
Sólo una conversación vacía con un hombre que alguna vez lo fue todo para mí.
Y entonces, lo supe.
Este no era un final trágico.
No era una historia de amor inconclusa.
Era solo la confirmación de que habíamos estado muertos mucho antes de firmar los papeles.
Solté un suspiro y me puse de pie.
—Cuídate, Diego.
Él asintió.
—Tú también.
No hubo abrazos. No hubo promesas de mantenernos en contacto.
Solo me di la vuelta y salí de la cafetería sin mirar atrás.
Porque, por primera vez en mucho tiempo, sabía exactamente hacia dónde iba.
La compra del boleto de avión fue impulsiva, pero se sintió bien.
Como un punto final.
Como un nuevo comienzo.
Cuando recibí el correo con la confirmación de mi vuelo, mi corazón latió con fuerza. Me quedé mirando la pantalla, dejándolo hundirse en mi pecho.
No hay vuelta atrás.
Y por primera vez, no quería que la hubiera.