El lunes amaneció con sabor a peligro. De esos días en los que sientes que algo va a pasar, aunque no sepas exactamente qué. Me puse una blusa blanca ajustada que me hacía ver más segura de lo que me sentía y unos pantalones que decían "profesional", pero que yo sabía que, con el ángulo correcto, susurraban otra cosa. Me maquillé los labios con decisión, me peiné como si fuera a enfrentar una batalla —porque lo era— y salí rumbo a la oficina con un mantra: No lo mires, no lo pienses, no lo sientas.
Claro que fallé en los primeros cinco minutos.
Adrián estaba en el pasillo, justo en la zona de café. Apoyado contra la encimera, con una taza en la mano y ese aire de que nada en el mundo lo toca. Llevaba la chaqueta en una silla y la camisa azul oscuro remangada otra vez. ¿Por qué tenía que remangársela? ¿Por qué se le veían tan bien los antebrazos? ¿Y por qué demonios mi corazón latía como si fuera la protagonista de una telenovela venezolana?
Me vio. Me saludó con un leve asentimiento de cabeza. Y aunque no sonrió, sus ojos… sus ojos lo dijeron todo.
—Buenos días, Helena.
—Buenos días, jefe —respondí con mi mejor tono neutral.
Fingí que servirme café era la actividad más fascinante del mundo mientras él seguía ahí, mirándome, haciendo de su simple presencia un campo minado. Me fui sin dar la vuelta. Si lo hacía, sabía que caería en su juego. Y yo necesitaba control. Mi autocontrol era lo único que me separaba de la ruina emocional y laboral.
Esa semana, Adrián comenzó a involucrarse mucho más en mi equipo. Demasiado. Antes delegaba en Rodrigo, o se limitaba a dar indicaciones generales. Pero ahora… ahora estaba en cada reunión, en cada lluvia de ideas, como un espectro elegante y meticuloso. A veces sentía que me seguía con los ojos más de lo necesario. Otras, que encontraba formas sutiles de estar cerca: una carpeta que me entregaba directamente, un comentario dicho justo para mí.
—¿Siempre ha sido así de… intenso? —le pregunté a Natalia entre susurros.
—¿Adrián? No. Antes era distante. Frío. Decían que después de su último escándalo empresarial decidió no volver a mezclarse demasiado.
—¿Escándalo?
—Rumores. Una mujer. Otra empresa. Nunca se supo bien. Pero desde entonces, se convirtió en un bloque de hielo.
Un bloque de hielo, sí… pero que ahora parecía estar derritiéndose. Y lo peor era que lo estaba haciendo justo encima de mí.
Ese miércoles tuvimos una reunión para cerrar la presentación final del proyecto. Estábamos todos en la sala grande, y Adrián se sentó, como siempre, justo a mi derecha. Había sillas libres, sí. Pero eligió esa. Esa.
El ambiente estaba cargado. Como si todos intuyeran que algo se cocía entre nosotros, aunque nadie pudiera decir exactamente qué.
Comenzamos a revisar la presentación. Yo pasaba diapositiva tras diapositiva con fluidez, sin mirar a Adrián, aunque sentía su cercanía como un peso en mi costado. De vez en cuando hacía una pregunta, o señalaba algo en la pantalla. Nada fuera de lo común. Hasta que pasó.
Yo tenía la tablet en la mano. Él la necesitaba. Extendí mi brazo sin mirar, y su mano tomó la mía en vez del dispositivo.
Solo un segundo. Una fracción de segundo.
Pero fue suficiente para que mi cuerpo se congelara.
Su piel era cálida, firme, segura. La presión de sus dedos, mínima. Pero bastó para que algo eléctrico me recorriera desde la punta de los dedos hasta la base del cuello. Él no soltó de inmediato. Y cuando lo hizo, no se disculpó.
Se limitó a mirarme. Fijo. Como si quisiera ver mi reacción, leerme.
Yo volví a mirar al frente, como si nada. Como si el temblor en mis manos fuera por la cafeína. Como si mi respiración no hubiera cambiado. Pero dentro… dentro era un desastre. Caótico. Un incendio disfrazado de profesionalismo.
Seguimos la reunión. No sé cómo. No recuerdo qué se dijo, ni qué se aprobó. Solo recuerdo sus dedos rozando los míos. Y su silencio.
Cuando terminó la reunión, salí de la sala sin decir nada. No fui a mi escritorio. No fui a por café. Fui al baño.
Me encerré en uno de los cubículos, me apoyé contra la puerta cerrada y respiré. Una. Dos. Tres veces.
Finalmente, salí y me miré al espejo. La imagen que vi me sorprendió.
Mis mejillas estaban ligeramente sonrojadas. Los labios, entreabiertos. Los ojos… los ojos me delataban.
Me acerqué más, como si pudiera encontrar respuestas en mis propias pupilas. Y entonces lo dije. En voz baja. Para mí.
—No puedes desear a tu jefe, Helena… ¿o sí?
Pero la verdad era otra. Lo deseaba. Más de lo que quería admitir. Más de lo que era prudente.
Y eso… era solo el comienzo.
Firmar un papel nunca había pesado tanto.Miro el bolígrafo entre mis dedos y el documento sobre la mesa. Solo es tinta sobre papel, pero siento que al estampar mi firma estaré enterrando seis años de mi vida.—Cuando estés lista —dice el abogado con voz neutra.Lista. Qué palabra tan absurda. ¿Cómo se supone que una mujer está lista para firmar el fin de su matrimonio a los 24 años?Diego está sentado frente a mí. Su postura es perfecta, como si estuviera en una reunión de trabajo, con ese aire de arrogancia que siempre me hizo sentir pequeña. Su camisa blanca impoluta, el reloj caro en su muñeca, la expresión de alguien que solo quiere acabar con esto. Ni siquiera me mira.Aprieto los dientes. Esto es lo que quería, ¿no? Luchar por un matrimonio en el que yo era la única que ponía esfuerzo fue agotador. Me convencí a mí misma de que Diego cambiaría, que un día despertaría y vería todo lo que yo hacía por él. Pero no. Nunca cambió. Y yo, como una ilusa, seguí esperando. Hasta que un
Abro la puerta de mi apartamento y el vacío me golpea en la cara.Es ridículo, porque técnicamente nada ha cambiado. La misma sala, la misma mesa, los mismos muebles. Pero hay un peso en el aire que antes no estaba. O tal vez siempre estuvo ahí y simplemente me acostumbré.Camino hasta el sofá y dejo caer mi bolso. Miro alrededor. Falta algo. O mejor dicho, falta alguien.Antes, cuando Diego aún vivía aquí, su chaqueta solía estar sobre la silla, su perfume impregnaba el aire y su laptop siempre estaba en la mesa de centro. Ahora, solo hay silencio.Suspiro y me paso una mano por el cabello. Esto es lo que quería, ¿no? Un nuevo comienzo. Libertad. Independencia.Sí, claro. Se siente tan liberador que lo único que quiero hacer es meterme en la cama y dormir durante un mes entero.Pero la vida tiene otros planes.El timbre suena con insistencia, como si al otro lado de la puerta hubiera alguien que no piensa aceptar un "no" como respuesta.—¡Abre, bruja! —grita una voz familiar.Sonrío
Pasé la noche en vela, con los ojos fijos en el techo de mi habitación medio vacía. No quedaba rastro de Diego en este espacio que alguna vez compartimos, pero su sombra aún flotaba en el aire, en los recuerdos que se aferraban a mí como un perfume que no se va, por más que lo intente.A mi lado, la pantalla de la laptop brillaba con una búsqueda que había comenzado impulsivamente y que ahora parecía una decisión inevitable. Opciones de alquiler en otras ciudades, posibilidades de traslado en mi trabajo, boletos de avión. Cada pestaña abierta era un recordatorio de que irme ya no era solo una idea… era un plan en marcha.Pero entonces llegaba el miedo. Ese molesto, insistente nudo en el estómago que me hacía cuestionarlo todo.¿Realmente podía empezar de cero?¿Realmente quería hacerlo?Mi teléfono vibró sobre la mesita de noche, sacándome de mi enredo mental. Miré la pantalla: un mensaje de Sofía."¿Ya lo decidiste? Porque si no, voy a ir a tu casa a empacarte yo misma."Reí por lo b
El sonido del altavoz anunciando el aterrizaje me sacó de mi letargo. Parpadeé, como si solo en ese instante mi cerebro comprendiera realmente lo que estaba pasando.Nueva ciudad. Nueva vida.Mi pecho se expandió con una mezcla de emoción y miedo cuando el avión tocó tierra. Miré por la ventanilla: la vista era diferente, los edificios, el cielo, incluso la luz del atardecer tenía un tono distinto.No había vuelta atrás.Tomé mi equipaje de mano con manos temblorosas y me mezclé con los demás pasajeros. Algunos volvían a casa. Otros, como yo, llegaban sin saber exactamente qué esperar.El aeropuerto era un caos de maletas, anuncios y voces en diferentes tonos. Me abrí paso hasta la zona de taxis y di la dirección de mi nuevo apartamento.A medida que el auto avanzaba, observé la ciudad con ojos de forastera. No era como mi antigua casa. Aquí, nadie me conocía. Nadie sabía que había sido la esposa de alguien que apenas me miraba. Nadie tenía expectativas sobre mí.Por primera vez en mu
Las puertas del ascensor se cerraron con un sonido seco, atrapándome en un cubículo de acero y nerviosismo.Respiré hondo.Era solo un primer día de trabajo. No era el fin del mundo.Mis manos estaban frías y sudorosas, a pesar de que llevaba una chaqueta ligera sobre mi blusa de seda. Ajusté el bolso en mi hombro y miré la pantalla donde los números ascendían lentamente.Piso 7.Piso 8.Piso 9.Vamos, Helena, no es la primera vez que comienzas un trabajo.Pero sí
El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa interrumpió mi momento de paz.Suspiré, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, y estiré la mano para verlo sin mucho interés. Pero en cuanto mis ojos se posaron en la pantalla, el aire pareció congelarse a mi alrededor.Diego.Mi estómago se contrajo.Por un segundo, mi primer instinto fue dejar que sonara hasta que se detuviera. Ignorarlo. Fingir que no existía.Pero algo dentro de mí, una parte testaruda y masoquista, deslizó el dedo sobre la pantalla y respondió.—¿Hola?
Me estoy empezando a sentir como en casa. No en el sentido literal, claro, porque aún estoy acostumbrándome a cada rincón de este apartamento, pero sí en lo que respecta al trabajo. En poco tiempo, me he integrado en el equipo, y aunque todavía soy la nueva, no me siento como una intrusa. Hay algo reconfortante en esta rutina de llegar temprano, sentarme frente a mi escritorio y empezar a trabajar. Por fin algo en mi vida tiene orden. Algo que no depende de decisiones impulsivas ni de emociones desbordadas.Pero siempre hay algo. Algo que no puedo evitar notar, como una sombra en la esquina de la habitación que parece moverse sin que nadie lo vea.—¿Has oído lo de Adrián? —pregunta Laura en voz baja, como si no quisiera que nadie más escuchara.
El ambiente en la sala era tan frío como el tono de voz de Adrián.—Vamos a comenzar —dijo sin siquiera mirar a nadie en particular.Su voz… profunda, segura, como una orden más que una invitación. Me enderecé en la silla y disimuladamente exhalé, como si pudiera sacarme de encima el peso invisible que de repente se había posado sobre mis hombros. Ese era el famoso Adrián. El ogro. El jefe imposible. Y sí, era intimidante, pero también... jodidamente atractivo, lo cual era doblemente irritante.Llevaba un traje oscuro perfectamente entallado y una mirada que podría hacer que las flores se marchiten. Su presencia llenaba la habitación como una tormenta que amenaza desde el horizonte. Las paredes parecían encogerse con cada palabra suya.—Tenemos retrasos en el cronograma. El cliente no va a esperar a que nos pongamos al día —continuó con ese tono afilado que no dejaba lugar a excusas.Mis compañeros asentían, tomaban notas, evitaban el contacto visual directo. Pero yo... yo no había cru