El sonido del altavoz anunciando el aterrizaje me sacó de mi letargo. Parpadeé, como si solo en ese instante mi cerebro comprendiera realmente lo que estaba pasando.
Nueva ciudad. Nueva vida.
Mi pecho se expandió con una mezcla de emoción y miedo cuando el avión tocó tierra. Miré por la ventanilla: la vista era diferente, los edificios, el cielo, incluso la luz del atardecer tenía un tono distinto.
No había vuelta atrás.
Tomé mi equipaje de mano con manos temblorosas y me mezclé con los demás pasajeros. Algunos volvían a casa. Otros, como yo, llegaban sin saber exactamente qué esperar.
El aeropuerto era un caos de maletas, anuncios y voces en diferentes tonos. Me abrí paso hasta la zona de taxis y di la dirección de mi nuevo apartamento.
A medida que el auto avanzaba, observé la ciudad con ojos de forastera. No era como mi antigua casa. Aquí, nadie me conocía. Nadie sabía que había sido la esposa de alguien que apenas me miraba. Nadie tenía expectativas sobre mí.
Por primera vez en mucho tiempo, no tenía que ser la Helena que todos esperaban.
Solo tenía que descubrir quién era ahora.
El apartamento era más pequeño de lo que imaginaba, pero eso no me molestó.
Las paredes estaban recién pintadas de blanco, y el suelo de madera crujía un poco bajo mis pasos. Había un gran ventanal con una vista hacia la calle principal.
Coloqué mi maleta en el suelo y respiré hondo.
Era la primera vez en mucho tiempo que estaba completamente sola. No en el sentido de estar físicamente sin compañía, sino realmente sola.
Sin Diego. Sin el peso de un matrimonio fallido colgando sobre mis hombros.
—Bienvenida a tu nueva vida —murmuré para mí misma, dejando escapar una risa nerviosa.
La sensación era extraña.
Emocionante.
Aterradora.
Pero sobre todo… liberadora.
Después de unas horas desempacando y organizando lo esencial, el hambre me obligó a salir a la calle.
El aire de la noche era fresco y olía a café y pan recién horneado. Las luces de los letreros y los escaparates iluminaban la acera con tonos cálidos.
Caminé sin rumbo, dejándome llevar por la energía de la ciudad. Había parejas caminando de la mano, grupos de amigos riendo en las terrazas, alguien tocando la guitarra en una esquina.
Todo era tan vibrante, tan vivo.
Pasé junto a una cafetería con grandes ventanales y, sin pensarlo demasiado, entré.
El lugar tenía un aire acogedor, con estanterías llenas de libros y una barra de madera detrás de la cual un barista preparaba espressos con precisión milimétrica.
—Un café negro, por favor —pedí, apoyándome en el mostrador.
El chico me sonrió mientras se ponía a trabajar.
—¿Primera vez por aquí?
Asentí, sorprendida de lo evidente que era.
—Acabo de mudarme.
—Bienvenida. —Su sonrisa era genuina—. Este lugar tiene una manera especial de hacerte sentir en casa.
Ojalá fuera cierto.
Tomé mi café y me senté en una de las mesas cerca de la ventana. Afuera, la vida continuaba como si nada hubiera cambiado.
Y en medio de todo, vi algo que hizo que mi pecho se encogiera.
Una pareja caminando bajo la luz de un farol, sus manos entrelazadas, sus risas fáciles, la manera en que él se inclinaba para susurrarle algo al oído.
Algo en esa escena me golpeó con la fuerza de un recuerdo.
La Helena de hace unos años.
La que había creído que el amor lo era todo.
La que pensó que un matrimonio significaba un para siempre.
Bajé la mirada, cerrando las manos alrededor de mi taza caliente, tratando de disipar el nudo que se formaba en mi garganta.
No iba a llorar.
No esta vez.
Me obligué a respirar, a recordar por qué estaba aquí.
Este no era el final de mi historia.
Era solo el principio.
Y si iba a empezar de nuevo, lo haría bien.
Me levanté, terminé mi café de un solo trago y salí de la cafetería con una determinación renovada.
Al llegar a mi apartamento, me paré frente al espejo.
Mi reflejo me devolvió la mirada con un brillo distinto en los ojos.
Puse las manos en mi cintura, respiré hondo y susurré:
—Voy a hacer que esta segunda vez valga la pena.
Salí del baño con el cabello todavía húmedo y me envolví en una manta antes de acomodarme en el pequeño sofá de la sala. La calefacción emitía un zumbido bajo, llenando el silencio con una sensación reconfortante.
A mi lado, una copa de vino tinto descansaba sobre la mesita de centro. La tomé entre mis dedos y la giré ligeramente, observando cómo el líquido oscuro se deslizaba por las paredes del cristal.
Mi teléfono vibró sobre la mesa.
Un mensaje de Sofía.
Sofía: ¿Cómo te sientes en tu primer día como ciudadana independiente y completamente libre?
Sonreí. No importaba la distancia, Sofía siempre sabía cuándo necesitaba un empujón.
Yo: Un poco aterrada. Un poco emocionada. Un poco borracha.
Sofía: Así se empieza una gran historia.
Dejé el teléfono de lado y suspiré.
No estaba segura de si mi historia sería grande, pero sí sabía que tenía que ser diferente.
Me levanté y caminé hasta la ventana, apoyándome en el marco mientras miraba la ciudad iluminada. Desde aquí, podía ver las calles llenas de movimiento, los autos deslizándose entre las luces de los semáforos, la gente entrando y saliendo de bares y restaurantes.
Había algo en esta ciudad que me hacía sentir pequeña y, al mismo tiempo, parte de algo más grande.
Una oportunidad.
Un nuevo comienzo.
Pero los comienzos no borraban el pasado.
La imagen de Diego cruzó por mi mente sin previo aviso. Su indiferencia. Su manera de minimizar cada una de mis emociones como si fueran un inconveniente menor.
Había dejado de pelear por nuestro matrimonio mucho antes de que yo me diera cuenta de que estaba perdido.
Tomé un sorbo de vino y cerré los ojos.
No iba a permitir que los fantasmas de mi antigua vida se filtraran en esta.
No esta vez.
Respiré hondo y me alejé de la ventana.
El primer paso estaba dado.
Ahora solo quedaba descubrir quién era la nueva Helena.
Las puertas del ascensor se cerraron con un sonido seco, atrapándome en un cubículo de acero y nerviosismo.Respiré hondo.Era solo un primer día de trabajo. No era el fin del mundo.Mis manos estaban frías y sudorosas, a pesar de que llevaba una chaqueta ligera sobre mi blusa de seda. Ajusté el bolso en mi hombro y miré la pantalla donde los números ascendían lentamente.Piso 7.Piso 8.Piso 9.Vamos, Helena, no es la primera vez que comienzas un trabajo.Pero sí
El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa interrumpió mi momento de paz.Suspiré, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, y estiré la mano para verlo sin mucho interés. Pero en cuanto mis ojos se posaron en la pantalla, el aire pareció congelarse a mi alrededor.Diego.Mi estómago se contrajo.Por un segundo, mi primer instinto fue dejar que sonara hasta que se detuviera. Ignorarlo. Fingir que no existía.Pero algo dentro de mí, una parte testaruda y masoquista, deslizó el dedo sobre la pantalla y respondió.—¿Hola?
Me estoy empezando a sentir como en casa. No en el sentido literal, claro, porque aún estoy acostumbrándome a cada rincón de este apartamento, pero sí en lo que respecta al trabajo. En poco tiempo, me he integrado en el equipo, y aunque todavía soy la nueva, no me siento como una intrusa. Hay algo reconfortante en esta rutina de llegar temprano, sentarme frente a mi escritorio y empezar a trabajar. Por fin algo en mi vida tiene orden. Algo que no depende de decisiones impulsivas ni de emociones desbordadas.Pero siempre hay algo. Algo que no puedo evitar notar, como una sombra en la esquina de la habitación que parece moverse sin que nadie lo vea.—¿Has oído lo de Adrián? —pregunta Laura en voz baja, como si no quisiera que nadie más escuchara.
El ambiente en la sala era tan frío como el tono de voz de Adrián.—Vamos a comenzar —dijo sin siquiera mirar a nadie en particular.Su voz… profunda, segura, como una orden más que una invitación. Me enderecé en la silla y disimuladamente exhalé, como si pudiera sacarme de encima el peso invisible que de repente se había posado sobre mis hombros. Ese era el famoso Adrián. El ogro. El jefe imposible. Y sí, era intimidante, pero también... jodidamente atractivo, lo cual era doblemente irritante.Llevaba un traje oscuro perfectamente entallado y una mirada que podría hacer que las flores se marchiten. Su presencia llenaba la habitación como una tormenta que amenaza desde el horizonte. Las paredes parecían encogerse con cada palabra suya.—Tenemos retrasos en el cronograma. El cliente no va a esperar a que nos pongamos al día —continuó con ese tono afilado que no dejaba lugar a excusas.Mis compañeros asentían, tomaban notas, evitaban el contacto visual directo. Pero yo... yo no había cru
No podía dejar de pensar en él.Y no, no de la manera romántica que una adolescente tendría después de conocer a su ídolo pop en un concierto. No. Era más bien como cuando te cruzas con un terremoto: te remueve todo, sacude tus cimientos y, aún cuando se va, deja escombros. Eso era Adrián Moretti para mí. Una catástrofe elegante, con mirada asesina y trajes que seguramente costaban más que mi renta.Después de la reunión infernal, me encerré en mi oficina fingiendo leer un reporte que no podía ni enfocar. Seguía reviviendo el momento exacto en que él me lanzó esa frase con la frialdad de quien quita una curita de una herida mal cerrada.“Si no eres capaz de manejar la presión, quizás este no sea tu lugar.”¿Quién se creía que era? ¿El guardián del Olimpo? ¿Un dios griego del sarcasmo y la condescendencia?Mis dedos tamborileaban el borde del escritorio con fuerza. Sentía la sangre hervirme, burbujeando como agua en una tetera. Y aunque parte de mí quería escapar, la otra parte —la más
A veces, los silencios dicen más que cualquier insulto, y Adrián Moretti parecía haber hecho de los silencios un arte de guerra.Esa mañana, al entrar a la oficina, lo noté desde lejos: erguido, impecable, con ese aire de “aquí mando yo” tan perfectamente ensayado que rozaba lo ridículo. Pero había algo más. Algo que me hizo fruncir el ceño sin querer. No era solo su altanería lo que me descolocaba… era esa sombra breve que cruzaba su rostro cuando creía que nadie lo miraba. Ese gesto apenas visible, como si por un segundo el disfraz se resquebrajara y dejara ver al hombre detrás del ogro.Llevaba días intentando comprender por qué alguien tan increíblemente molesto como él lograba ocupar tanto espacio en mi cabeza. ¿Era el desafío? ¿El roce incómodo de nuestros egos? ¿O era ese misterio que parecía envolverlo como un perfume caro que te irrita, pero no puedes dejar de oler?—Helena, ¿tienes un minuto? —Laura, mi jefa inmediata, asomó la cabeza por encima de su monitor.Asentí mientras
No hay peor cosa que entrar a una oficina llena de gente con la sonrisa floja y el estómago revuelto. Eso fue exactamente lo que me pasó al cruzar la puerta esa mañana. Me repetí por quinta vez que hoy, hoy sí, iba a ignorar a Adrián. Sin importar cuán insoportablemente atractivo luciera. Sin importar esa mirada suya que parecía capaz de desnudar el alma. Y mucho menos sus comentarios envenenados, que siempre daban justo donde dolía.Pero claro… ¿cuándo me había salido bien esa estrategia?—Buenos días —dije con un entusiasmo falso al entrar a la sala de reuniones.—Buenos… —contestó parte del equipo, algunos si
El lunes amaneció con sabor a peligro. De esos días en los que sientes que algo va a pasar, aunque no sepas exactamente qué. Me puse una blusa blanca ajustada que me hacía ver más segura de lo que me sentía y unos pantalones que decían "profesional", pero que yo sabía que, con el ángulo correcto, susurraban otra cosa. Me maquillé los labios con decisión, me peiné como si fuera a enfrentar una batalla —porque lo era— y salí rumbo a la oficina con un mantra: No lo mires, no lo pienses, no lo sientas.Claro que fallé en los primeros cinco minutos.Adrián estaba en el pasillo, justo en la zona de café. Apoyado contra la encimera, con una taza en la mano y ese aire de que nada en e