CHOQUE DE TITANES

El ambiente en la sala era tan frío como el tono de voz de Adrián.

—Vamos a comenzar —dijo sin siquiera mirar a nadie en particular.

Su voz… profunda, segura, como una orden más que una invitación. Me enderecé en la silla y disimuladamente exhalé, como si pudiera sacarme de encima el peso invisible que de repente se había posado sobre mis hombros. Ese era el famoso Adrián. El ogro. El jefe imposible. Y sí, era intimidante, pero también... jodidamente atractivo, lo cual era doblemente irritante.

Llevaba un traje oscuro perfectamente entallado y una mirada que podría hacer que las flores se marchiten. Su presencia llenaba la habitación como una tormenta que amenaza desde el horizonte. Las paredes parecían encogerse con cada palabra suya.

—Tenemos retrasos en el cronograma. El cliente no va a esperar a que nos pongamos al día —continuó con ese tono afilado que no dejaba lugar a excusas.

Mis compañeros asentían, tomaban notas, evitaban el contacto visual directo. Pero yo... yo no había cruzado medio país, no había renunciado a todo lo que conocía para que un tipo con voz de villano de película me hiciera sentir como una aficionada. Así que levanté la vista. Y nuestros ojos se encontraron.

No lo vi venir.

Fue un golpe invisible, como si el aire entre nosotros se volviera de pronto demasiado denso. Sus ojos eran grises. No el gris del cielo nublado, sino el de acero recién forjado. Firmes, fríos, calculadores. Me observó con detenimiento. Como si supiera algo de mí que yo aún no había descubierto.

—¿Su nombre? —preguntó de pronto, sin apartar la mirada.

Tragué saliva. —Helena Ruiz. Encargada de cuentas del sector creativo.

Un leve levantamiento de su ceja derecha. Apenas perceptible, pero estaba claro: no le impresionaba. Perfecto, el sentimiento era mutuo.

—Usted es nueva, ¿cierto?

No valía la pena responder. Pero lo hice igual, porque soy profesional. —Sí, empecé esta semana.

—Lo noté —respondió, seco.

Podía haber sido cualquier frase. Una simple observación. Pero no. Lo dijo con ese tono. Como si mi mera existencia fuera un error administrativo que él tuviera que corregir.

Y ahí fue cuando empezó la verdadera prueba.

Durante toda la reunión, cada vez que yo intervenía, él respondía con un cuestionamiento. No agresivo. Peor: elegante. Con esa sutileza que solo los depredadores verdaderos dominan. No gritaba, no alzaba la voz. Pero me hacía sentir como si cada palabra mía fuera puesta en juicio. Y mis compañeros… bueno, parecían muy cómodos dejándome sola ante el fuego.

Hasta que llegó el tema del nuevo cliente.

—Vamos a necesitar un rediseño completo de la estrategia —dijo Adrián. —Lo que se planteó hasta ahora es insuficiente.

—Con respeto, no estoy de acuerdo —dije antes de pensar. O mejor dicho, a pesar de pensar.

Hubo un silencio. Uno de esos que huelen a peligro.

—¿Perdón? —preguntó, girando ligeramente hacia mí.

Demasiado tarde para arrepentirme. Y de todas formas, si me iba a hundir, lo haría con dignidad.

—Considero que el enfoque actual tiene potencial. Lo que necesita es una ejecución más precisa, no comenzar desde cero.

Adrián se quedó en silencio por un segundo. Y entonces me miró. No, no me miró: me diseccionó.

—¿Potencial? —repitió. —Señorita Ruiz, en esta empresa no trabajamos con potencial. Trabajamos con resultados.

Me ruboricé. No por vergüenza, sino por pura rabia contenida. ¿Quién se creía que era?

—Entonces tal vez sea hora de darle a mi propuesta la oportunidad de demostrar resultados —repliqué.

Un murmullo apenas disimulado recorrió la mesa.

Y fue entonces cuando ocurrió.

Adrián se inclinó ligeramente hacia delante, sus dedos cruzados sobre la mesa. Me perforó con la mirada, y su voz, grave y tranquila, retumbó con más peso que un grito.

—Si no es capaz de manejar la presión, señorita Ruiz, quizás este no sea su lugar.

El golpe fue sutil. Certero. Directo al ego.

Y dolió.

No porque dudara de mí misma, sino porque en otra vida, con otro hombre, yo habría bajado la cabeza. Habría pedido disculpas. Me habría hecho pequeña.

Pero no ahora. No esta vez.

Apreté los dientes y mantuve la mirada fija en él. No dije nada. No hacía falta. Mi silencio fue una declaración.

No me voy a rendir.

No con él.

No con nadie.

Porque esta segunda vez... esta vez, me pertenece.

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