En otro lado de la ciudad me encuentro en la cama. La luz entra con su máximo esplendor, iluminando toda la habitación. Parpadeo en varias ocasiones, buscando acostumbrarme a la luz, miro a mi alrededor y estoy en un lugar que no es mi habitación. Giro mi cabeza al otro lado y me encuentro con un cuerpo boca abajo, con las nalgas levantadas, durmiendo plácidamente. Su cabello rubio cubre su rostro, la sábana cubre solo sus nalgas y deja al descubierto su espalda y largas piernas. Me dan ganas de despedirla, pero al final me levanto de la cama así como Dios me trajo al mundo, entro al baño con mi ropa, tomo un baño rápido para quitarme el olor a sexo y a alcohol. La mujer sigue profundamente dormida, que ni cuenta se ha dado de lo que he hecho a su alrededor. Tomo mis pertenencias y me dirijo a la puerta y, antes de salir, pronuncio:
—Gracias por la noche, fue un buen sexo.
Me dirijo a la cafetería donde cené anoche algo ligero. Pasan diez minutos y llego al sitio, esta vez no tomo una mesa, paso directo al mostrador y le indico a la chica que me atiende:
—Buenos días, señorita, voy a llevar canelitas, enrollados de canela, brownies y capuchino, por favor.
Paso por la caja y le doy mi tarjeta de crédito. Una vez cancelado, me la devuelve junto a mi pedido, doy las gracias y me retiro. Me gusta cómo atienden y la eficacia del personal, por eso siempre que puedo vengo a disfrutar de sus delicias. Camino hacia la salida y, ya afuera, miro la hora en mi reloj de color negro que llevo puesto en mi muñeca izquierda, confirmando que son las once de la mañana. Voy a mi auto, quito el seguro con mi control de mano, subo en él, dejo en el asiento del copiloto lo que va a ser mi desayuno, tomo el cinturón, lo ajusto bien y enciendo el motor. Me deslizo por las calles de Roma; la mañana no está tan transitable como otros días. El fin de semana se puede andar sin mucho contratiempo, ya que la mayoría está en su casa descansando, por los pocos que laboran sábado y domingo. Agarro el capuchino, le doy un sorbo, siento satisfacción que gimo de placer al sentir su sabor en mi paladar.
—¡Delicioso! —dije para mí.
Pasaron veinte minutos y llegué al edificio. Entro al subterráneo donde se encuentra el estacionamiento, busco mi lugar de siempre y me estaciono.
Tomo el ascensor que me lleva directo a mi apartamento. Asciende hacia arriba, marcando cada piso, pero el mío queda de último. Ver la ciudad desde las alturas me hace sentir poderoso. Se detiene, abre las dos láminas de metal de un lado a otro, dándome espacio para salir y entrar a mi hogar, mi penthouse. La paz que me otorga no la cambio por nada del mundo, me permite pensar, analizar, descansar.
Tomé mi desayuno, lo disfruto con calma mientras veo las redes, no hay nada interesante. Voy a mi correo, me encuentro con algunos en mi bandeja de entrada. Respondí casi todo, aceptando mis servicios. Culmino con los correos al igual que con lo que estaba comiendo.
Llamo solicitando un servicio de delivery que sea un menú para mi almuerzo. Solicito pasta a la boloñesa, con queso parmesano, bebida, aparte unas papas fritas y pollo a la broaster, que solo pueda calentar en el microondas.
Pasé el día en cama, mirando películas, luego leyendo y después haciendo algo de ejercicio. Por último, reviso algunos documentos de trabajo que solo necesitan mi último repaso para dar el visto bueno al contrato de los nuevos inversionistas chinos con FERRER & ASOCIADOS. El lunes a primera hora voy a entregárselo a Emiliano para que proceda con la firma.
El domingo llegó, me levanté con las energías a mil. Hoy no me quedaré en casa, es día de visitar a mis padres para compartir un rato con ellos, ya que los tengo un poco abandonados. Ellos no saben de mi visita, les daré la sorpresa.
MEDIA HORA DESPUÉS
Me encuentro en casa de mis padres, me encuentro con el ama de llaves.
—Bertha, buenos días, ¿se encuentran mis padres? —le pregunté.
Ella me mira sin ninguna expresión en su rostro y con su voz que parece un robot responde:
—Sí, joven, su papá está en el despacho y mamá está tomando el sol en la alberca.
Asentí. Tomo el camino hacia donde se encuentra mi madre. La veo en la tumbona acostada, lleva un bañador y lentes de sol. Avanzo hasta llegar a ella. Me paro a su lado. Doblo mi cuerpo y le doy un beso en la frente que la sorprendió. Muestro una sonrisa cuando ella me ve.
—Hijo, qué sorpresa, hacía mucho que no venías, ingrato —me reprocha de inmediato y sé que tiene razón—. Ya no nos quieres, que ya tardas más en visitar a tu padre y a mí.
Me duele que diga eso último.
—Lo siento, madre, he tenido mucho trabajo —me excusé—. Ustedes son mi vida, lo sé y yo jamás me olvidaría de ninguno de los dos. Estaré ausente, pero los llevo en mi mente y en mi corazón —le digo con sinceridad.
—Es alentador escucharte, pero quiero compartir más contigo —se expresa mirándome a los ojos. Tomo asiento a su lado—. Ya quiero que te cases y me des nietos, así te tendría más seguido en casa compartiendo en familia.
¡Y dale a mi madre con lo mismo!
—Mamá —digo suavemente—, cuando llegue la indicada.
Arruga su ceño.
—Siempre lo mismo —dijo algo irritada—. ¿Qué esperas, que te caigan… los dientes?
Y suelto una carcajada, pensé que diría otra cosa.
—Hablo en serio, Marcos.
Y como mi madre toma esa actitud, la agarro y le reparto besos, abrazándola, y ella muere de la risa. Ya sé cómo contentarla.
—Pronto, madre, te traeré a mi novia —miento para que olvide el tema—. Estoy saliendo con alguien —vuelvo a mentir, después veré qué le diré cuando me pida que la traiga. No me gusta engañarla, pero en este caso necesito dejar el tema.