Pasaba de medio día cuando los golpes en mi puerta me obligaron a despertar y a salir de la cama.
—Abre la puerta, María —escuché la que parecía la voz de Señor.
Soportando el dolor de cabeza atravesé un departamento que me mataba con su claridad a cada paso que daba, y los golpes en la puerta me hacían incomodar mucho más.
—Voy, ya voy —dije.
Mi respuesta a los llamados de la puerta era casi suplica implorando silencio.
Abrí la puerta y, en efecto, era Señor quien estaba delante de mi puerta, él y dos de los hombres en que más confiaba y que siempre estaban junto a él.
—Te ves terrible —dijo después de entrar a mi departamento como si fuera su casa, yo solo le miré sin contestar a su halago.
—¿A qué vino, Señor? —pregunté y él sonr&iacut