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LIBRO 1 - MAEL

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¡Risa!

Desperté sobresaltado cuando el sol tocó mi cara, pequeñas flechas doradas que parecieron clavarse en mis ojos.  Estaba acostado. Mi impulso de sentarme fue interrumpido por un sinfín de dolores que me inmovilizaron.

Una figura clara se apresuró a acercarse al escuchar mi gemido sofocado.

—Risa… —musité.

—No, Mael, soy… —la voz retumbante en mi cabeza se detuvo al ver mi expresión contraída, y se retiró para dar paso a una voz física que me resultó familiar—. Soy yo, Mael…

 —¿Risa? —insistí.

No me importaba quién estaba allí. Había una sola persona que quería, que necesitaba tener a mi lado: Risa, mi compañera, mi esposa, mi Luna. Mi único amor.

Una presión leve, cálida, cubrió mi mano.

—Risa no está aquí, Mael.

A pesar de mi agitación, me obligué a mirar a mi alrededor, dejando que mi vista se aclarara. No reconocía la habitación. ¿Dónde estaba? ¿Y dónde estaba Risa?

Al fin logré hacer foco en la figura inclinada sobre mí, que me observaba con el ceño fruncido, entre ansiosa y atenta. Sus ojos rojizos brillaban en la luz del sol, que arrancaba destellos dorados de su espesa melena.

—Mora —logré articular.

—¡Enyd! ¡Me reconoció! —exclamó, su voz como campanadas en mi cabeza.

Me agité en la cama, tratando de apartarme de ella y su voz ensordecedora.

Otra figura apareció junto a ella a inclinarse sobre mí, y apoyó una mano en mi frente.

—Creo que me escuchó —cuchicheó Mora tocándose la sien.

A pesar de que intentó susurrarlo, su voz en mi mente me causaba un dolor similar a una corona de espinas.

—¡Cállate! —gemí.

—Tranquilo, Mael —dijo la otra figura con su voz física, una voz femenina que también resultaba familiar—. Discúlpanos, no sabíamos que podías escucharnos.

Asentí con la expresión todavía contraída y me apreté los ojos cerrados, aguardando a que el dolor de cabeza se disipara. Tal vez hubiera sido mejor que no pasara, porque apenas desapareció el dolor, mi mente se vio asaltada por una seguidilla de imágenes inconexas, grotescas, incomprensibles. Acabaron con una larga caída, tan vívida que me sacudí de pies a cabeza antes de hundirme en la oscuridad.

Cuando reaccioné, la luz del sol había dejado lugar al suave resplandor de varias lámparas situadas fuera de mi campo visual. Reconocí de inmediato a la mujer que se acercó a mí.

—Enyd —murmuré.

Ella asintió sonriendo, mientras me tocaba la frente para comprobar mi temperatura.

—Risa…

—Risa aún no está aquí, Mael —respondió en voz baja—. Pero llegará pronto.

Apenas lo dijo, el aire pareció agriarse, como si respirara vinagre puro. Enyd pareció vacilar al advertir mi expresión, y su sonrisa ya no se veía natural.

—Descansa, Mael. Si mañana estás mejor, podremos hablar un poco. Bebe esto, te ayudará a dormir.

Me alzó un poco la cabeza y apoyó contra mis labios un cuenco que olía a hierbas y miel. Apenas probé un sorbo, descubrí que estaba sediento y lo bebí con ansias. Enyd se apartó de mi cama, el silencio volvió a llenar aquella habitación desconocida y el agotamiento no tardó en vencerme.

Aquellas imágenes incomprensibles, distorsionadas, poblaron mis sueños. Escenas grotescas en las que todo giraba en torno al sexo, carentes de todo sentido. Risa era el denominador común a pesar de las incoherencias, como soñar que había dos Risas, y una hacía el amor conmigo al mismo tiempo que la otra tenía sexo con un desconocido a pocos pasos. Hasta que el suelo cedió bajo mis pies y me precipité hacia un abismo de oscuridad.

El miedo volvió a despertarme agitado, sacudido.

Era de día otra vez.

Me di cuenta que ahora era capaz de percibir el resto de mi cuerpo. Se sentía como sacos llenos de rocas, pesado y entumecido. Oí voces a la distancia, con mis oídos y con mi mente, pero ya no eran una invasión ensordecedora, sino un murmullo indistinto. No intenté siquiera moverme, y miré a mi alrededor.

Seguía en la misma habitación. El sol entraba por una ventana por encima de mi cabeza. El aire era quieto y tibio. Olía a bosque, con una pizca de brezo y otra de lavanda. Yo conocía ese olor. Ladeé la cabeza y vi a Mora dormitando en un sillón a dos pasos de mi cama, envuelta en un grueso chal.

—Mora.

Bastó que murmurara su nombre para que abriera los ojos. Se retrepó en su asiento frotándose la cara, y al verme despierto, vino a arrodillarse en el suelo junto a mí. Me acarició el pelo con sonrisa afectuosa, encontrando mis ojos.

—Risa.

—Aún no llega, hermanito —respondió con suavidad—. Pero pronto te reunirás con ella.

Otra vez el aire se llenó de vinagre, y Mora se echó hacia atrás al verme fruncir el ceño.

—¿Qué ocurre? —inquirió.

Las palabras parecieron brotar por sí mismas de mi boca, sin ningún esfuerzo. Y al decirlas, sentí que era la primera vez en mucho tiempo que hablaba.

—¿Por qué todos apestan a vinagre cuando pregunto por ella?

Los ojos de Mora se abrieron de asombro antes de llenarse de lágrimas, y se cubrió la boca con una mano, incapaz de apartar su mirada de mí. Soltó una risita temblona y se echó sobre mí para rodearme como podía con sus brazos. Y de pronto parecía envuelta en flores.

Pero no sentía su abrazo, y sólo entonces me di cuenta que parte del peso que me aplastaba era una colección de mantas gruesas, rematadas con una piel de oso.

Un gruñido me bastó para que se apartara. Volvió a erguirse, volteando a mirar más allá de los pies de mi cama. Oí pasos que se acercaban por un suelo de madera y la silueta oscura de un hombre apareció en mi campo visual. Se acercó con movimientos cautelosos. Él también olía a bosque, y a hierba fresca.

Sus ojos azules encontraron los míos al mismo tiempo que se adelantaba un paso y quedaba bañado en luz del sol. Sonreí al reconocerlo.

—Milo.

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