123. Iré sola, es mi destino

Había llegado el momento que tanto había esperado.

El sol aún no salía cuando Dayleen entró en la armería privada del castillo. Su padre ya la esperaba, vestido con una capa real sencilla, pero con la misma presencia solemne de siempre. En el centro de la sala, reposaban dos objetos sobre una mesa de piedra tallada: una espada envuelta en terciopelo negro y un espejo de mano con bordes dorados.

—Te vas pronto —dijo el Rey Alarik, mirándola con orgullo contenido—. Más pronto de lo que querría. Me hubiera gustado conocernos mejor, que supieras lo importante que eres para mí, hija mía. Estoy orgullo de ti.

—La oscuridad no esperará, padre. Y si no nos adelantamos… nos aplastará —contestó con la garganta contraída por la tristeza—. A mí regreso, sé que podremos recuperar el tiempo perdido. Por ahora te dejo a mis pequeños gemelos para que te hagan feliz cada mañana en mi ausencia.

Él asintió con gravedad y colocó las manos sobre los objetos.

—Gracias, te prometo que estarán a salvo. L
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