Esa noche, la lluvia comenzó a caer con una furia inusitada.
No parecía tener intención de dar tregua a los habitantes de la aldea, quienes temían la crecida del río que la circundaba.
Elizabeth estaba inquieta. Tenía un mal presentimiento.
Por suerte, no estaba sola. A su lado, como siempre, estaba su ángel guardián. Su dulce y buen Pablo quien no se despegaba de ella.
—Me quedaré contigo esta noche, no te preocupes —le dijo con una sonrisa serena—. Puedes descansar tranquila. Mientras yo esté aquí, nada te sucederá.
Lizzy sonrió. Desde que ese hombre había aparecido en su vida, sintió una paz que no había experimentado en todos esos días que había estado allí.
—Gracias, Pablo. Es usted muy amable.
—Por favor —dijo él, haciendo un gesto con la mano y una mueca divertida—, no me trates de usted… Me hace sentir un anciano.
Ambos rieron con complicidad.
—Está bien… Después de todo, no debe tener muchos más años que yo —dijo Lizzy, divertida.
Pablo la miró, detenido, con una expresión q