Lo que el silencio nos dejó
Lo que el silencio nos dejó
Por: Lea k: D'amore
Capítulo 1: El regreso

Capítulo 1: El regreso

El cielo gris de Madrid parecía un espejo de los sentimientos de Alejandra. La lluvia caía con delicadeza sobre el parabrisas del taxi, dibujando caminos efímeros que desaparecían con cada barrido del limpiaparabrisas. No había vuelto en casi seis años. La ciudad estaba igual y, sin embargo, todo se sentía distinto. Como si ya no fuera su hogar, pero tampoco un lugar completamente ajeno.

La casa de su infancia la recibió con una quietud que dolía. Allí estaban aún las macetas con geranios en el balcón, las mismas cortinas de encaje en la ventana del salón, y ese aroma a madera vieja que parecía haber quedado atrapado entre las paredes desde siempre.

La puerta de madera crujió al abrirse, igual que lo hacía cuando era niña. Alejandra cruzó el umbral de la casa en la que había crecido y que ahora le parecía demasiado grande, demasiado silenciosa… demasiado llena de lo que había sido y ya no era.

El aire olía a encierro y a pasado. A cosas olvidadas. A la vida que dejó atrás cuando se fue a Estados Unidos creyendo que comenzaba algo nuevo, algo mejor. Pero ahora regresaba, cargando más dudas que certezas, con las maletas llenas de ropa y heridas que no sabía cómo explicar.

Cerró la puerta detrás de sí y apoyó la espalda contra ella. Cerró los ojos. Respiró hondo.

Rodrigo no vino con ella. Había preferido quedarse unos días más en Nueva York, supuestamente por trabajo. Pero Alejandra sabía —en el fondo siempre lo supo— que esa excusa escondía algo más.

POV Alejandra

“¿Qué estoy haciendo aquí?”, se preguntó mientras arrastraba su maleta por el pasillo. Cada paso resonaba como un eco del pasado. Su madre había muerto, la casa estaba cerrada desde hacía meses. Y aun así, ahí estaba, buscando algo que no sabía si quería encontrar.

Rodrigo ya no era el hombre con el que se casó. Hacía mucho que su risa no la tocaba, que sus manos no la acariciaban como antes. Las llamadas eran breves, los silencios más largos, y las noches frías incluso con él a su lado. A veces despertaba en medio de la madrugada con un presentimiento clavado en el pecho: lo estaba perdiendo. O tal vez, ya lo había perdido.

Caminó por el recibidor, tocando con la punta de los dedos las paredes que una vez estuvieron llenas de fotos familiares. Todo estaba igual, pero distinto. Polvo acumulado, recuerdos dormidos, un eco constante de su adolescencia.

La cocina. La sala. El comedor. Todo intacto.

Menos ella.

Subió las escaleras y abrió la puerta de su antigua habitación. La cama seguía allí, con la colcha azul celeste que su madre tanto insistía en cambiar cada primavera. Se sentó al borde y dejó caer la mirada sobre la vieja biblioteca. Allí estaban aún sus novelas románticas, los diarios cerrados con candado, una caja metálica que guardaba cartas, dibujos, y…

Una foto. Ella y Matías. En el parque. Él tenía esa sonrisa medio idiota, medio perfecta. Ella lo miraba como si el mundo fuera solo él.

La sostuvo entre las manos por unos segundos y luego la guardó sin pensarlo más. No era momento para abrir cicatrices antiguas.

Bajo y se dejó caer en el sofá con los ojos cerrados. Por un segundo, deseó que todo se detuviera. Que la casa hablara. Que alguien tocara la puerta. Que el pasado la abrazara.

Y fue entonces que lo vio.

Desde la ventana, entre las gotas que manchaban el vidrio, una figura familiar caminaba por la acera. Alto, cabello revuelto, esa forma de caminar un poco desganada, como si el mundo siempre le pesara en los hombros. Matías.

El vecino de su infancia. El mismo que le robó su primer beso. El que solía esperarla con una sonrisa torcida en la esquina del parque.

Su corazón se aceleró sin permiso.

Matías miró hacia la casa, como si sintiera que alguien lo observaba. Sus ojos se encontraron por una fracción de segundo. Alejandra se apartó con rapidez, el corazón golpeando con fuerza.

“¿Qué demonios acaba de pasar?”

El teléfono vibró en su bolso. Rodrigo.

—Hola —dijo ella, seca.

—¿Cómo va todo allá? —preguntó él, con esa voz artificialmente amable.

—Tranquilo. Como esperaba.

—¿Y tú? ¿Estás bien?

—Sí —mintió.

Hubo una pausa.

—Sabes que no puedes quedarte mucho tiempo. El contrato, mis reuniones... te necesito aquí.

“Te necesito aquí.” No “te extraño”, no “me haces falta”.

—Ya hablaremos —respondió Alejandra.

Cortó la llamada antes de que él pudiera seguir con su letanía de control disfrazado de preocupación.

Suspiró y dejó el teléfono boca abajo sobre la cama.

Rodrigo nunca había sido bueno con las emociones. Era un hombre de poder, de control. De apariencias. Y, aunque lo sabía, Alejandra había tardado años en aceptar que su amor no era del tipo que abriga, sino del que asfixia.

POV Matías

Matías no solía pasar por esa calle, dolía demasiado aun después de tantos años. Pero ese día algo lo llevó ahí. Tal vez la lluvia, tal vez la nostalgia, o simplemente el destino haciendo de las suyas.

Cuando levantó la vista y vio esa silueta en la ventana, su cuerpo se tensó. No podía ser. Pero lo era. Alejandra.

El nombre le quemó en el pecho como un recuerdo mal cerrado.

Se quedó unos segundos mirando la casa antes de seguir caminando. El pasado se le vino encima de golpe. Recordó las tardes en el jardín, las conversaciones en la azotea, las miradas robadas y ese momento torpe y hermoso en que la besó por primera vez.

Cuando ella se marchó el siempre guardo la esperanza que regresara, que se quedara con él, pero no fue así. Luego escucho que estaba en Chicago y que se había casó con un tipo rico y elegante. Rodrigo. Matías lo había visto una vez, de lejos, cuando visitaron el barrio hace años. A él le bastó una mirada para saber que ese hombre no la merecía.

Pero ahora ella estaba de vuelta. Sola. Y Matías no sabía si sentirse aliviado o preocupado.

Volteó una vez más antes de girar la esquina. Si había algo que había aprendido con los años, era que algunas historias no se terminan… simplemente hacen pausas.

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