Dormí plácidamente toda la noche, sumida en un descanso que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. No fue solo el sueño, fue la paz que me envolvía, como si el cuerpo hubiera esperado meses por este instante de rendición total. La cama —mi cama— me recibió como una vieja amiga que no reprocha ausencias, solo abraza sin condiciones.
La comodidad del hogar no era solo física: era algo más profundo. Como si las paredes, los rincones, los olores familiares supieran exactamente lo que necesitaba para recomponerme. Cada cobija me envolvía con una dulzura tibia, como si alguien —o algo— me susurrara que todo estaría bien.
A la mañana siguiente de mi llegada, me despertó algo que no era una alarma, ni el bullicio de una ciudad desconocida. Fue un olor. O mejor dicho, una sinfonía de aromas que flotaban en el aire, llenando la casa como un eco de memorias dulces. El café recién hecho, el olor tibio de unos panqués dorándose, y el crujiente perfume del tocino chisporroteando en la sartén,