Capítulo 2. Desolación

Lorenzo apenas fue consciente de sus gritos, su mente no podía procesar la impactante noticia, él estaba paralizado. Un escalofrío recorrió su espalda mientras el agente Zanatta intentaba explicar lo sucedido.

—Señor Bianchi, su esposa, la doctora Lionetta, sufrió un grave accidente de tráfico en su camino hacia el hospital. Fue un choque múltiple y las lesiones, muy serias. La llevaron de inmediato al quirófano.

Las palabras del agente resonaron en los oídos de Lorenzo como un eco lejano. La habitación se volvió borrosa mientras intentaba procesar la terrible noticia. La noche que había comenzado llena de promesas y planes se había convertido en una pesadilla. ¡Una horrible pesadilla!

—¿Dónde está mi esposa? ¡Necesito verla de inmediato! —exigió Lorenzo, la angustia inundando su voz.

El agente Zanatta le proporcionó la dirección del hospital, él le prometió que llegaría lo más rápido posible. Lorenzo colgó el teléfono y se vistió a toda prisa. Sus pensamientos se agolpaban en su mente mientras corría hacia el coche y llamaba a Anna, su hermana, para que viniera a quedarse con Valentina.

La imagen de Lionetta riendo minutos antes, se desvanecía ante la visión de su amada en una sala de operaciones, luchando por su vida.

«Mientras haya vida, hay esperanzas, cariño», las palabras de Lionetta fueron firmes en su mente y fue un golpe bajo para él. Lorenzo sabía que tenía que ser fuerte y pensar positivo, no todo estaba perdido, no podía estarlo.

Gruesas lágrimas se derramaron de sus ojos, la angustia en su corazón crecía a pasos agigantados, mientras luchaba con la desolación que amenazaba con adueñarse de él. El hombre se vio obligado a estacionar un par de veces a la orilla de la carretera, pues las lágrimas no le dejaban ver el camino y no podía darse el lujo de protagonizar otro accidente.

Minutos más tarde, finalmente, pudo llegar al hospital, Lorenzo no supo cómo terminó gritando en la emergencia, queriendo, no, exigiendo ver a su esposa; no obstante, tuvo que resignarse y esperar noticias en la dura silla de la sala de espera, mientras trataba de controlar los latidos erráticos de su corazón.

Lorenzo no podía decir con exactitud, los minutos que pasó en aquella sala, lleno de angustia, de miedo y desolación, no fue hasta que vio salir a Gabriel, que el alma le regresó al cuerpo, si Lionetta había sido atendida por él, estaba seguro de que todo estaría bien. Confiaba en Gabriel.

Para su angustia, el rostro de su cuñado no era la de un hombre o profesional que hubiese tenido éxito, sus ojos estaban llenos de lágrimas y el corazón se le oprimió hasta dejarlo sin aliento.

—Gabriel —susurró, temeroso de hacer la pregunta que no quería hacer.

La mirada del galeno estaba llena de tristeza y él negó de inmediato.

—Dime que está bien, ¡dime que Lionetta está bien! —gritó, sin importarle los rótulos que pedían guardar silencio.

—Lo siento, Lorenzo, no puede hacer mucho por ella —susurró con voz entrecortada, el galeno estaba tratando de controlar sus propias emociones. Acababa de perder a su hermana en el quirófano y era el responsable de darle la terrible noticia a su cuñado.

—¡Ella está bien, tiene que estarlo! —exclamó Lorenzo, pero Gabriel negó.

—La hemos perdido, Lorenzo. Lionetta se ha ido…

Un grito desgarrador salió de la garganta de Lorenzo, el dolor le hizo caer de rodillas al piso, su mano se aferró a su pecho y sus lágrimas se derramaron en cascadas por sus mejillas. Su padre le decía que un hombre no debía llorar, pero ¿cómo podía no hacerlo ante aquella terrible pérdida? Lionetta era su esposa, la mujer que más amaba en la vida, su otra mitad. El aire empezó a faltarle a Lorenzo, por lo que trató de serenarse.

—Quiero verla —pidió, haciendo acopio de una fuerza que no sentía, sus piernas parecían hechas de gelatina e incapaces de mantenerlo erguido.

—Tendrás que esperar un poco —comentó Gabriel con voz serena, tratando de recuperar su profesionalismo.

—¡¿Esperar?! —medio preguntó, medio gritó Lorenzo con cierto enojo.

—Lionetta estaba registrada como donante voluntaria, tenemos que… —el médico se interrumpió al ver el semblante de su cuñado.

—Haz lo que tengas que hacer y déjame verla —le ordenó.

Todo lo demás fue un borrón para Lorenzo, nada tenía más importancia para él en ese momento que ver a su esposa, estar con ella, abrazarla, sentirla una última vez… Lorenzo se olvidó de todo, incluso de llamar a casa para saber si su hermana había llegado, tampoco llamó a su mejor amigo, todo lo que deseaba era morir junto a su amor.

Entretanto, Chiara aguardó en la sala de espera a tener noticias de Stella, ni siquiera entendía lo que había sucedido, estaba angustiada y nadie venía a darle razones de su hija por más que preguntó, hasta que Emilia apareció.

—¿Dónde está Stella? —preguntó con agitación, tenía miedo de que el final de su hija fuese ese día, se rehusaba a dejarla ir, pese a que el futuro era desalentador y no existía ninguna posibilidad de recibir un trasplante con prontitud.

—No lo sé, no he tenido noticias de ella, la llevaron a la sala de emergencia luego del accidente —dijo Emilia.

El rostro de Chiara palideció.

—¿Accidente? ¿De qué accidente hablas? —preguntó con angustia—. ¿Stella salió herida?

Los ojos de la chica se llenaron de lágrimas, recordar lo ocurrido le causaba un profundo dolor.

—¡Habla, Emilia! —gritó Chiara al borde de la desesperación al ver a la muchacha titubear.

—Stella y yo presenciamos un terrible accidente de camino a casa. El auto pasó muy cerca de nosotras y terminó estrellándose contra un muro. Quedamos en shock por un momento, hasta que los gritos de auxilio llegaron a nuestros oídos. ¡Le pedí a Stella que no se acercara, que podía ser peligroso! Pero ella no quiso escucharme y corrió hacia el auto…

—Emilia, por favor, dime lo que sucedió —pidió Chiara ante la pausa de la muchacha.

—Stella ayudó a la mujer herida, la sacó del auto antes de que se prendiera en llamas.

—¡Dio!

Emilia se mordió el labio con cierta culpa, pues ella se había quedado congelada en su sitio y no fue capaz de ayudar a su amiga.

—Entonces, ¿está herida?

Emilia asintió.

—Las llamas alcanzaron a quemarle la espalda, aun así, Stella trató de mantener a la mujer consciente hasta que las ambulancias llegaron y luego, luego, Stella se desmayó…

Chiara agradeció estar sentada, pues de otra manera habría terminado de bruces sobre el frío piso del hospital.

—¿Qué es lo que hiciste, Stella? —susurró con voz desgarradora—. ¿Qué fue lo que hiciste, hija mía? —preguntó con dolor.

Chiara tenía el presentimiento de que este era el final, su corazón de madre se lo gritaba, si no eran las quemaduras, sería su frágil corazón que le arrebatara la vida a su hija, podía sentirlo en su carne y en sus huesos. Lágrimas brotaron de sus ojos, iba a perderla sin remedio.

—Stella estará bien, señora Chiara, hay que tener fe —susurró Emilia, aun cuando ella no lo creía, Stella estaba tan pálida como el papel y sus labios empezaban a ponerse morados cuando la subieron a la ambulancia, pero eso era algo que Chiara no necesitaba saber, no quería angustiar más a la mujer.

La espera se hizo eterna para Chiara, las horas parecían tener prisa y el sol de un nuevo día se alzó sobre los cielos de Milán, ajeno al dolor que embargaba a una madre temerosa de perder a su única hija y ajeno al dolor que embargaba el corazón de un hombre que había perdido a su esposa.

Lorenzo miró el cuerpo de su esposa, frío y sin vida, sus ojos se llenaron de nuevas lágrimas que dejó correr libremente, en la soledad de aquel cuarto frío se permitió ser tan débil como un bebé, sin Lionetta todo había perdido sentido. Su vida era como un barco a la deriva.

«Volveré y entonces terminaremos lo que dejamos pendiente»

—Me lo prometiste —susurró, recordando parte de su última conversación la noche anterior—, me prometiste volver siempre, Lionetta —lloró con dolor—. ¿Qué fue lo que hice para que no cumplieras con tu promesa? ¿En qué te fallé? —gruñó con el alma rota.

«Te lo prometo, siempre volveré, Lorenzo, siempre»

Un grito desgarrador acompañó el recuerdo del magnate, mientras las palabras de su esposa se agolpaban su mente sin piedad.

«Siempre volveré»

—Y yo siempre voy a esperarte —le prometió, besando su mano fría e inerte—. Ti amo amore mio…

—Es hora, Lorenzo —le interrumpió Gabriel, el galeno tenía los ojos rojos como la sangre, por las veces que se permitió llorar por su hermana y las horas que pasó en el quirófano.

—¿Puedo estar un momento más con ella?

—No te hagas más daño, Lorenzo, deja que Lionetta se vaya —musitó, colocándole una mano sobre su hombro en señal de apoyo.

Lorenzo cerró los ojos, asintió y se apartó del cuerpo de su esposa, dejando con ella parte de su alma y su vida.

 El hombre que salió de aquel cuarto frío, no fue el mismo que había entrado, algo en él había cambiado para siempre.

—Lorenzo…

El mencionado se giró para encontrarse con los ojos brillantes y preocupados de su mejor amigo.

—Nico —susurró.

—Acabo de enterarme, Anna me ha llamado esta mañana, lo siento mucho, amigo mío —dijo, abrazándolo y palmeando su espalda en señal de apoyo.

Muchos abrazos como aquel vinieron, también muchas palabras de consuelo, no todos tan sinceros como los de Nico, pero Lorenzo supo guardar la compostura por lo menos durante el funeral y sepelio de su esposa.

Sus ojos estuvieron resguardados por unas gafas oscuras, la mano de su hija se aferraba a la suya, Valentina era el único motivo por el cual Lorenzo seguía respirando y no se avergonzaba de admitírselo a sí mismo, si su pequeña hija no lo necesitara tanto, no habría dudado en acompañar a Lionetta al más allá.

—Un día volveremos a estar juntos mi amor, te lo prometo —murmuró, acariciando el frío mármol con la yema de sus dedos.

«Siempre volveré»

Lorenzo levantó la mirada, él podía jurar que había escuchado la voz de su esposa o quizá solo estaba perdiendo la cabeza…

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