Capítulo 3
Juan colgó, como si él fuera el rechazado. En sus ojos brillaba la desesperación.

—Gabriela... Somos los más miserables del mundo. Caímos desde el cielo hasta el abismo. Mira cómo estás ahora, con ropa de tienda de rebajas, manchada, y yo… yo no tengo nada.

La figura demacrada de Juan se perfilaba en la oscuridad, proyectando una sensación escalofriante.

—Te odio, Gabriela —gritó enloquecido—. Te odio porque no fuiste capaz de conquistar el corazón de Miguel. Si lo hubieras hecho, él no seguiría obsesionado con Alicia, y ella se habría quedado conmigo. ¡Todo es tu culpa!

¿De verdad creía que Alicia, después de recuperar su estatus como la verdadera heredera, volvería con un adicto? No, eso jamás pasaría. Juan había perdido su lugar en la familia, sin dinero, sin poder, sin nada.

Cualquier persona con sentido común habría elegido lo mismo que Miguel: divorciarse de mí, la impostora, para estar con la auténtica Alicia, y su fortuna.

Luciana seguía a mi lado, por lo que, a pesar del dolor insoportable, suspiré e intenté calmarme.

—Juan, por favor, no te rindas. Podemos empezar de nuevo, yo te ayudaré.

—Gabriela... No hay salida —murmuró, con los ojos enrojecidos y la cabeza entre las manos—. Si te dejo ir, irás con la policía.

Luciana se aferraba a mí, sollozando. Luché por liberarme de las cuerdas que me ataban, pero fue inútil. Mi destino parecía tan ineludible como esas ataduras.

Entonces, con una frialdad aterradora, Juan asesinó a Luciana delante de mis ojos, degollándola. Después, me apuñaló treinta y cinco veces. Fuimos asesinadas por un adicto bajo los efectos de las drogas.

Tras matarnos, Juan saltó desde el octavo piso, quitándose la vida.

La policía intentó contactar a mi padre, a mi madre y a mi esposo, pero solo lograron comunicarse con mi abuela. Desde que Alicia había sido reconocida como la única hija de la familia Moreno, me habían echado de casa, y todos volvimos a nuestras vidas originales. Mi abuela era la única pariente de sangre que me quedaba.

Ella era una maestra jubilada, era una mujer digna. Aunque apenas llevábamos dos meses de habernos reencontrado, al ver nuestros cadáveres se desplomó, incapaz de dejar de llorar. La escena era horrible: la sangre manchaba cada rincón de la azotea.

Luciana, sosteniéndome de la mano, me preguntó si podíamos hacer que la abuela dejara de llorar. Al menos estábamos juntas. Bajé la mirada y susurré:

—Déjala llorar, cariño.

Mi abuela sabía que cuando era «la hija» de los Moreno, siempre me gustaba vestirme bien. Así que, antes de cremarnos, contrató los servicios más caros de la funeraria que nos prepararan. Lo que no sabía era que el mejor maquillador de cadáveres de esa funeraria era Miguel, mi esposo, trabajo que había desempeñado toda su vida, antes de que descubrir que era el verdadero heredero de la familia de Juan Pablo.

El destino parecía burlarse de nosotros con cada giro. Recordé cómo, años atrás, cuando mi prima sufrió un accidente y quedó irreconocible, muchos maquilladores rechazaron el trabajo, hasta que llegó Miguel y logró reconstruir su rostro a la perfección.

En ese entonces, yo era la única e inigualable Gabriela Ortiz. Y, para mí, su trabajo como maquillador con un sueldo de menos de tres mil dólares al mes no era digno de admiración. A pesar de rechazarlo muchas veces, él tenía vocación, y, aun siendo heredero de una fortuna, seguía haciendo su trabajo.

—A veces desearía morir después de ti, así podría...

—¡Cállate! No digas esas cosas, ¿estás loco? —lo interrumpí con una mezcla de disgusto y afecto.

Aunque lo despreciaba en voz alta, poco a poco lo dejé entrar en mi vida.

En las familias ricas, como la mía, había visto demasiados jóvenes arrogantes con la cabeza en las nubes. Pero alguien tan sencillo y apasionado como Miguel era una rareza. Yo estaba acostumbrada a mirar a los demás desde arriba, y lo elegí porque incluso en nuestra relación podía seguir haciéndolo.

Mis padres, por supuesto, se opusieron con todas sus fuerzas.

—Te criamos rodeada de lujos para que fueras la hija más elegante de los Moreno, no para que te casaras con un hombre sin clase, que trabaja en una funeraria. ¡Nos avergüenzas! —repuso mi madre.

—Gabriela, ¿qué puedes ganar estando con él? —inquirió mi padre, a su vez.

Mamá tenía razón. Me reí amargamente al recordar sus palabras, mientras veía a Miguel entrando en la sala de preparación del crematorio.

—Haz este último trabajo, y luego retírate —le dijo un compañero, palmeándole el hombro—. Igual ya eres millonario, te lo mereces.

Miguel intercambió algunas palabras con sus compañeros y, junto con su asistente, comenzó a preparar las herramientas. En el trabajo, se volvía serio y profesional. Sabía que amaba lo que hacía, y yo misma había admirado su dedicación en el pasado.

—Una adulta y una niña, ambas con múltiples heridas de arma blanca —informó el asistente, tras revisar el informe—. Fueron asesinadas brutalmente… Con la pequeñita no tuvieron ninguna misericordia. Qué tragedia.

Miguel asintió en silencio.

—Sí, una verdadera tragedia, la niña tenía la misma edad que mi hija Luciana.

Sostenía a Luciana en mis brazos etéreos mientras lo observaba en silencio, pensando que, al menos él todavía recordaba que tenía una hija.

Con sus herramientas en mano, se dirigió primero hacia la cama donde descansaba el cuerpo de nuestra hija, y, con delicadeza, levantó la sábana blanca que la cubría.

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