Angélica
Llegamos a casa sobre las siete de la noche, miré a mi padre por enésima vez; había cargado a Haim desde que ingresamos al avión desde Nueva York. Solo me lo pasó para alimentarlo o cambiarlo. Del resto, mi hijo había pasado en los brazos protectores de su abuelo. Ni mi madre había podido quitárselo.
No le hemos dicho nada al respecto. Para nosotras eso era un avance de aquí a la luna. En la mañana, mi mamá lo bañó con él a un lado, fue su ayudante. No comprendemos su cambio o tal vez era su necesidad de no perder a Ernesto como hijo o quien sabe lo que esté sintiendo.
En el interior de nuestra casa, Eros y familia nos esperaban, con una deliciosa cena, hecha por mi amiga Maco, y estaban junto a todos los amigos menos los que estaban en la clínica. La abuela Elsa fue la primera en abrazarme. Y ese abrazo era de nuevo una rectificación de que no me odiaban. Y deseaba que esto lo sintiera Ernesto.
—Tenemos mucho de qué hablar mi niña, pero lo importante es que te tenemos de reg