Angélica
Papá se había quedado pálido, luego se fue poniendo rojo, muy, muy rojo y no podía respirar.
—¡Eros!
El grito de mi madre alertó a Eros, quien corrió a socorrerlo. No pude evitar el llorar mientras mi hermano se metía en su papel de médico. Si le pasaba algo, no me lo perdonaría nunca a pesar de no ser culpable.
—Alejandro, respira, respira, eso es. Mírame, todo estará bien.
Desde su episodio con su esposa e hijas, Eros, si alguien de la familia necesitaba su ayuda, lo trataba como un paciente normal, desvinculaba el vínculo y nos llamaba por nuestro propio nombre. Para así, no permitirles a los nervios ser los gobernantes de la situación. Mamá se había aferrado al niño, mientras el doctor le daba la atención correspondiente. Debía sacarlo de esa crisis respiratoria, nos dijo que era un ataque de pánico. Lo sentó en el piso para darle los primeros auxilios.
Mi hijo comenzó a llorar, sin embargo, yo no pude moverme, ni ver a papá. Solo escuchaba el llanto de mamá al calmar a H