Andrea
Desde que salió del hospital y fue a la funeraria por las cenizas de su esposo, Andrea ha permanecido en su recámara, acurrucada en posición fetal. El dolor la inmoviliza, apenas le permite moverse lo indispensable. Se aferra a la almohada con la misma desesperación con la que quisiera aferrarse a la vida que se le escapa entre los dedos.
—Voy a pasar —la voz de Cassie resuena a través de la puerta, y un instante después, esta se abre suavemente—. Te traje algo para que comas.
Andrea no responde. Siente la boca seca, pegajosa, pues tampoco ha querido beber nada en días. Su cuerpo es un reflejo de su alma devastada: el cabello enredado, la piel opaca, el mismo pijama desde que volvió a casa con las cenizas de Félix. Las profundas ojeras revelan las noches en vela, atormentada por los recuerdos y la impotencia de no poder retroceder el tiempo, de no evitar ese encuentro fatal con aquella mujer que le arrebató su felicidad.
—A Félix no le gustaría verte así —insiste Cassie con voz