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El silencio de la habitación es denso, apenas roto por el pitido rítmico de las máquinas y el murmullo lejano del hospital en plena actividad. Jazmín sigue inconsciente, inmóvil sobre la cama blanca, con el rostro pálido y el cuerpo cubierto por moretones que hablan de la violencia del fuego. Junto a ella, en otra camilla, Leonardo reposa con un suero conectado a su pequeña mano. Su respiración es tranquila, como si su sueño fuera profundo, ajeno al horror que los había rodeado horas antes.
Poco a poco, el ceño de Jazmín se frunce, sus labios se mueven en un murmullo apenas audible y sus pestañas tiemblan. Un suspiro tembloroso escapa de su pecho antes de que abra los ojos con dificultad. La claridad de la habitación la obliga a parpadear varias veces, desorientada. Un dolor sordo recorre sus costillas cuando intenta incorporarse.
—¿Dónde…? —susurra, con la garganta seca.
Una enfermera que estaba revisando las constantes de Leonardo se apresura hacia ella.
—Tranquila, señora Luthe