92. Horas
Sebastian

Giovanna si quiera preguntó a donde nos dirigíamos. Desde la boda, apenas habíamos intercambiado palabra alguna. Lo cierto era que sus sentimientos por mi eran tan nulos como los míos por ella. La estimaba, sí, pero ese cariño no cobraba fortaleza.

Lo mejor que podría hacer por ella en un momento tan crucial en nuestras vidas como este, era entregarle la libertad que merecía y que solo ella pudiese decidir a quien amar.

Luego de veinticinco minutos de trayecto, cuando el sol si quiera daba indicios de salir, llegamos a un aeródromo privado en Ciampino, al que solo se tenia acceso con autorización previa del general en jefe de la policía de roma, por suerte, yo estaba casado con su hija.

Así que nadie en el interior cuestionaría mis motivos ni por qué un jet iba a despegar antes de que el sol saliera.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Giovanna luego de que el auto se detuvo en la mitad de la explanada.

La oteé en silencio y después ofreció su mano a uno de los hombres que la
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