Abrí la puerta de la oficina de Salomé, ya quería irme y dejar de trabajar para ella, así la evitaba lo más posible.
Entré con cautela, tratando de no llamar su atención. Pero ella alzó el mentón de inmediato y se levantó de su escritorio para caminar hacia mí.
Sus ojos azules me asesinaban, y sus dientes estaban chocando.
—Eres la culpable de todo lo que me pasa —gruñó, señalándome con el dedo.
—¿Crees que está bien lanzar a tu hermana a los brazos de un abusador? —cuestioné, con la voz temblorosa.
—¡Me importas un carajo! —exclamó—. Por tu culpa papá me quitó el sueldo durante los próximos meses y me duplicó el trabajo si quiero conservar el puesto.
—Es un buen castigo, de hecho, fue piadoso —confesé, asintiendo.
No iba a seguir quedándome callada.
—¿Te estás burlando de mí? —masculló, cerrando los puños—. ¡Ponte a trabajar de una vez!
—Salomé, no eres una buena hermana —escupí, decidida en acabar la ligera relación que teníamos.
O bueno, yo era la única que lo veía como una buena r