Dante
Permanezco inmóvil, los músculos tensos, incapaz de creer lo que veo.
— ¿Elias?
Mi hermano sonríe, una mueca burlona que reconocería entre mil.
— Te ves sorprendido.
La luna ilumina su rostro. Es exactamente como en mis recuerdos. La misma mirada penetrante. La misma arrogancia inscrita en cada rasgo de su cara.
Pero no debería estar aquí.
Está muerto.
Lo vi.
Lo enterré.
Entrecierro los ojos, desconfiado.
— ¿Cómo?
Elias cruza los brazos, tomándose su tiempo, saboreando mi confusión.
— Deberías saber que en nuestro mundo, la muerte no siempre es definitiva.
Un escalofrío recorre mi espalda.
Desconfío de los milagros.
— Estabas en un ataúd, maldita sea.
Se ríe, un sonido grave y carente de calidez.
— Y aun así, aquí estoy.
Mi mandíbula se tensa.
— Si estás vivo, ¿por qué no volviste antes? ¿Por qué dejaste que creyeran que estabas muerto?
Su sonrisa desaparece.
— Porque necesitaba que lo creyeran. Porque permanecer en la sombra era la única solución.
Siento la rabia subir en mí.
—