La mirada de Azkarion se deslizó por mi cuerpo con tanta lentitud, con tanta descarada posesión, que sentí como si me hubiese arrancado la ropa en plena sala.
Me invadió una oleada de vergüenza y furia mezcladas, un calor que subió desde mi pecho hasta las mejillas. Quise desaparecer, deseé que el suelo se abriera y me tragara entera.
¿Por qué, demonios, tenía tan mala suerte? ¿Por qué de todos los clientes del bar, justo tenía que ser él?
Intenté recomponerme, llevando el carrito de bebidas hacia la esquina más alejada de la mesa, tratando de concentrarme en servir las copas sin temblar.
Pero mi cuerpo no obedecía. Las manos me vibraban con tal fuerza que el vino casi rebalsó de la botella.
Y entonces, sentí su mano. Firme. Caliente. Controlando mi agarre como si aún fuera su empleada, como si aún tuviera derecho sobre mí.
—Verena… —susurró, y su voz me recorrió la espalda como un escalofrío helado—. Renunciaste a tu puesto de asistente… ¿Para terminar así?
Levanté la vista y lo encon