Abrí los ojos lentamente, como si mis párpados pesaran toneladas.
Lo primero que escuché fue un pitido constante, lejano, casi como un eco dentro de mi cabeza.
Hacía frío, un frío extraño que parecía venir desde mi pecho hasta mis dedos, dejándome débil, pequeña, perdida.
Parpadeé varias veces, tratando de entender dónde estaba, hasta que noté mi mano. Estaba conectada a un suero.
Un tubo transparente, una aguja dentro de mi piel, y un líquido que descendía gota por gota.
Intenté enderezarme, aunque mi cuerpo protestó de inmediato.
—Señorita Hills, cálmese —escuché la voz de alguien a mi lado—. Está en el Hospital Reynosa. Todo está bien.
—¿Hospital? —repetí, confundida. La palabra salió temblorosa, quebrada.
Los recuerdos llegaron como una tormenta repentina.
La sala del bar. Los hombres. El miedo. Mi carrera desesperada. El rostro quemado. Ese grito. Mi mundo colapsando.
—¿Dónde está él? —susurré—. ¿Dónde…?
No pude terminar la frase.
La puerta se abrió de golpe.
Y entró él.
No Alexa