Elizabeth limpió con delicadeza la herida en la frente del último hombre y esbozó una sonrisa tranquila.—Listo, eso ya luce mucho mejor. Solo necesitas descansar un poco y en unos días no quedará ni rastro de la cicatriz.Mientras guardaba los utensilios en el botiquín, los hombres de Xavier se pusieron de pie. La miraron con sincera gratitud.—Muchas gracias, señora. No sabemos qué habríamos hecho sin usted... Somos bastante inútiles para estas cosas —dijo uno de ellos, inclinando la cabeza en señal de respeto.—Está bien, solo cumplí con mi deber —respondió ella, sin darle demasiada importancia.Xavier los miró en silencio, y ellos comprendieron al instante que era momento de retirarse.Entonces, con una expresión algo tensa en el rostro, se acercó a Elizabeth, la rodeó por la espalda con sus brazos y depositó un beso suave en su mejilla.—A mí también me hubiera gustado que atendieras mis heridas con la misma delicadeza que tuviste con mis hombres —dijo Xavier, con un dejo
La visita de la diseñadora había sido agradable, pero Elizabeth no podía evitar sentirse invadida por una cierta melancolía. Xavier la había hecho darse cuenta de algo: estaba sola en el mundo. Aunque tenía a sus hijos, no había nadie más, aparte de él, que se preocupara sinceramente por ella. Y aunque sonara extraño, esa verdad la golpeaba con fuerza.A la mañana siguiente, se vistió de manera distinta. Llevaba ropa oscura y el cabello recogido en una cola. Al llegar al comedor, los niños y Xavier ya la esperaban. Ella se sentó sin prisa y comenzó a mover el desayuno con desgano.—Xavier, quería pedirte permiso para ausentarme hoy del trabajo —dijo, rompiendo el silencio.Él la miró con desconcierto.—¿Permiso? Cariño, ¿estás bien? No necesitas pedirme permiso para faltar. ¿Vas a quedarte en casa?—No, tengo algunos asuntos que resolver —respondió con voz seca, y llevó a la boca un bocado de comida ya fría.Xavier notó al instante lo apagada que estaba. Era imposible no percibir que
Con paso firme, Elizabeth entró al bar junto a La Pluma. Xavier, en su oficina, los vio a través de las cámaras de seguridad y frunció el ceño. Se levantó de inmediato, extrañado, y salió al salón principal.Por un instante, sintió un fugaz latido de celos, pero al reconocer al hombre a su lado —el mismo luchador que Elizabeth había ayudado tiempo atrás— su expresión cambió a una un tanto sombría y desconfiada.—¡Xavier! —lo saludó Elizabeth con un beso ligero en la mejilla.—Cariño, pensé que hoy no vendrías —respondió él, marcando territorio de inmediato. La rodeó con los brazos y la besó con fuerza, mirando fijamente a La Pluma, como si le estuviera lanzando una advertencia silenciosa. El gesto lo confundió, ¿Xavier estaba celoso?—Tuve que venir por una emergencia de última hora —explicó Elizabeth en voz baja, mirándolo con una súplica en los ojos que él supo descifrar al instante.—Dime, ¿qué sucede?—¿Recuerdas a La Pluma? —preguntó señalando al hombre. Xavier asintió con seried
El corazón le latía con fuerza, y las manos le sudaban. Era la quinta prueba de embarazo que Elizabeth se hacía en el año, y su mayor temor era volver a ver un resultado negativo.—Elizabeth, cariño, pase lo que pase, estoy contigo. Enséñame la prueba, me estoy muriendo de la curiosidad.Samuel la observaba con ansiedad, sus ojos expectantes buscaban respuesta en los de ella. Elizabeth, con un nudo en la garganta, abrió las manos y dejó al descubierto el casete. Pero en cuanto lo vio, el mundo se le vino abajo. Sus lágrimas brotaron sin control, rodando por su rostro como si fuesen un río incontenible.«Negativo».—No sirvo para tener hijos, Samuel… Nunca voy a ser madre. Casi llego a los treinta… Me quiero morir… No sirvo para nada.Samuel, sintiendo el dolor de su esposa como propio, se arrodilló frente a ella y la estrechó contra su pecho, dándole consuelo, mostrándole todo su amor.—No te preocupes, cariño. No te culpes. Si no podemos tener un hijo de forma natural, podemos adopta
Semanas más tarde. —Señora Elizabeth, aquí está la cena. —La mucama dejó el plato sobre la mesa. De repente, al ver lo que tenía enfrente, Elizabeth sintió que el estómago se le revolvía. Sacudió la cabeza y tomó el tenedor, dispuesta a dar el primer bocado.Pero… se levantó de golpe y corrió al baño con unas fuertes náuseas. No era la primera vez en la semana que le ocurría. Mientras se limpiaba la boca frente al espejo, un pensamiento la golpeó de lleno: su periodo había desaparecido hace un par de meses.¿Acaso era lo que imaginaba? Sin dudarlo, pidió una prueba en la farmacia y, al ver el resultado, las lágrimas nublaron su vista. Tanto tiempo esperando ese milagro y, por fin, ahí estaba. Lo que había anhelado con ansias se reflejaba en el casete.«Positivo»Saltó de alegría y se abrazó el vientre, sin poder creerlo. En ese preciso instante, la puerta de la mansión se abrió. Samuel acababa de llegar del trabajo y, al verla dando brincos, frunció el ceño.—Hola, mi amor. ¿Por qué
—¡¡Malditos traidores!!Elizabeth apretó los puños con furia. Un torbellino de emociones la sacudía por dentro: el amor se transformaba en odio, y el dolor en un deseo incontenible de venganza. Se acercó a su esposo y lo miró directo a los ojos.—¡Maldito traidor! ¿Desde cuándo me engañas con mi hermana, Samuel? —Su voz tembló, llena de desilusión.Samuel la observó con frialdad. Ya no era el hombre que ella había amado, no el que creyó conocer. Mientras tanto, Altagracia, con total descaro, se acomodó sobre el escritorio con una sonrisa burlona, disfrutando del espectáculo.—Elizabeth, querida… No es lo que imaginas —mintió Samuel con absoluto descaro.—Ah, ¿no? —Los ojos de Elizabeth recorrieron el rostro de su hermana y luego el de su esposo, como si tratara de hallar alguna pizca de humanidad en ellos—. ¿Cómo pudieron?Samuel se encogió de hombros con indiferencia, apartándose de su camino. Encendió un cigarrillo con una calma insultante antes de responder:—La culpa es tuya, Eliz
Samuel no dudó ni un minuto en soltar con fuerza a Elizabeth, y ella cayó de rodillas frente a Xavier. Levantó la mirada y el hombre la observaba fijamente a los ojos. Extendió su mano y la ayudó a ponerse de pie de nuevo.Cada acto de Samuel lo llenaba más de odio en su contra.—Muy bien, señor, ha sido un muy buen trato. —Samuel le extendió la mano a su jefe, pero este la dejó en el aire.—¡Lárgate! —espetó Xavier, furioso. Samuel se encogió de hombros indiferentemente y salió de la oficina sin decir nada.Una lágrima se deslizó por la mejilla de Elizabeth. Miró fijamente a los ojos del jefe de su esposo, Xavier avanzaba lentamente hacia ella, y Elizabeth notó la pistola en su cintura. Sintió que estaba siendo arrastrada al infierno, lo que le heló la sangre. Aun así, hizo un esfuerzo por levantar la cabeza, apretó los puños y lo miró con desprecio.Secó la lágrima de su mejilla y gritó, furiosa:—¡¡También me largo!! No tengo nada que hacer aquí.Xavier se quedó en silencio, miránd
La cabeza de Elizabeth giraba sin control, y el dolor en su cuello era consecuencia de la incomodidad con la que durmió. Miró a su alrededor; parecía que ya había amanecido. Se había quedado dormida después de llorar casi toda la noche.De repente, la puerta de aquella oscura habitación se abrió de golpe, y la luz del día inundó el espacio, deslumbrando sus pupilas. Se cubrió el rostro con el brazo, sintiendo cómo el calor le quemaba la piel.—¡Levántate!Elizabeth reconoció al instante esa oscura voz, y se levantó de un solo salto.—¡Ah! ¿Entonces has vuelto? ¡Te voy a denunciar con la policía, maldito secuestrador! ¡Mira en las condiciones en que me tienes! ¿Tienes idea de cuánto tiempo pasarás en la cárcel cuando se enteren de que me has secuestrado? Te vas a hundir —Elizabeth se paró frente a él, reprochándole furiosa.Xavier se cruzó de brazos y, con una expresión seria, la miró.—Vamos, debes desayunar. No es bueno que pases hambre en tu estado.—No voy a desayunar. No tengo ape