La cabaña estaba en silencio.
Afuera, el viento aullaba contra las laderas y las maderas de las cabañas, arrastrando lo que esperaba fueran las últimas nevadas de la temporada, acumulándose como una gran capa blanca que lo cubría todo, excepto de la leña cortada que Kael había previsto apilar cerca de la puerta. El invierno todavía no se marchaba por completo, y se sentía hasta en los huesos, en los estómagos vacíos, en los rostros tensos de los lobos que recorrían el campamento como fantasmas. Estaba durando más de lo normal y eso conllevaba a escasez.
Kael permanecía sentado en el borde de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida en la madera vieja del suelo. A sus espaldas, Lía dormía, envuelta en una manta que no alcanzaba para espantar el frío. Su respiración suave era lo único que lo mantenía anclado al momento.
No quería estar allí. Era el pensamiento que no podía sacar de su cabeza. No en esa cabaña, no en ese campamento, no en esa manada. No podía