3. La prueba

—¡Es imposible! —gritó la reina ante las palabras de su hijo.

—Mira por ti misma y me dirás lo imposible que es, te lo he dicho mamá, no todo lo que brilla es oro, mientras tú la consideras una buena candidata para ocupar tu lugar como reina consorte, para mí no es más que una ramera.

—¡Frederick! —exclamó asombrada con la forma en la que su hijo se refería a la jovencita en la mitad de la pista de baile. 

—No sé lo que haremos, pero no me pienso quedar sin saber la verdad —advirtió y su madre se limitó a asentir, mientras daba una sonrisa incómoda hacia los invitados, quienes miraban con curiosidad toda la escena. 

La Reina Madre se aclaró la garganta y se acercó con gracia hacia uno de los sirvientes del castillo, le susurró algo al oído y con agilidad volvió a su puesto, junto a su molesto hijo, que no dejaba de mirar con el ceño fruncido a su primo Henry, quien parecía disfrutar un poco del malestar en el rostro de Frederick. 

En efecto, Henry no solo se había puesto en una zona visible el broche, para que Selene lo viera, sino en especial lo hizo para que el rey lo viera al tiempo que bailaba con su prometida. Su cabeza daba vueltas, sin saber cuál de los sentimientos estaba presente en mayor medida, pero no podía negar que ver la molestia en las facciones del frío rey le causaba cierto regocijo. Era todo lo que podía lograr conseguir esa noche, lo que Henry no sabía era que también estaba exponiendo a Selene a algo más difícil que la noticia de su compromiso.

—Gracias por la asistencia esta noche, lamentablemente la Reina se siente un poco enferma, así que, la velada ha llegado a su final —dijo el sirviente de forma ceremoniosa, pero un poco confundido, pues no entendía la solicitud de la reina, pues cosas así jamás pasaban en el reino, mucho menos, durante la celebración del compromiso del rey. 

La confusión y sorpresa se vio en el rostro de todos los invitados, pero a mayor medida en el Barón, su esposa y la joven Selene, que se había movido a una de las esquinas de las mesas, pues quería estar alejada de sus padres y de Henry, porque verlo bailar con otras chicas, solo lograba que su corazón se rompiera mucho más. 

Los invitados salieron del gran salón del castillo y fueron hacia sus carruajes, poco a poco abandonaron el lugar, sin dejar de murmurar ante lo sucedido. 

Los Russell se quedaron en el salón real, esperando a despedirse de la familia real y de su hija, quien desde ese momento se quedaría en el castillo o eso era lo que pensaban, hasta que la reina los despidió y la molestia en su rostro era evidente.

—Su Alteza —pronunció el padre de Selene.

—Llévese a su hija a casa, Barón —ordenó, creando una confusión notoria en el hombre.

—Su Alteza, vinimos preparados para dejar a nuestra hija en el palacio —intervino la madre de Selene, pero la reina negó de inmediato. 

—Barón Russell, con permiso, nosotros nos retiramos —dijo la reina cortante y se dio la vuelta, para salir del salón real, seguido por su hijo, el rey. 

Henry tragó saliva de forma pesada, porque no sabía qué hacer y al ver a Selene dolida y desconcertada, lo tenía perdido en extremo. En vez de acercarse a ella, por más ganas que tuviera, dio la vuelta y siguió a la reina y al rey, para ir hacia su habitación. 

—¿Qué ha sucedido? ¿Hemos hecho algo que incomode a la reina? —-preguntó la mujer. El Barón negó.

—Apenas hemos respirado en su presencia —respondió el hombre.

Antes de poder seguir con los cuestionamientos, fueron custodiados a la salida del castillo y la forma de actuar de los guardias, no se parecía en nada a la forma en la que fueron recibidos. 

Su carruaje, para nada ostentoso, pero sí más llamativo que muchos otros, llegó por ellos y casi hicieron subir a empellones a Selene, quien desde su llegada, no había logrado regular su respiración, ni tragar el nudo en su garganta.  

—¿Qué le hiciste al rey? —le preguntó su madre, de forma mordaz, lo que descolocó a Selene. 

—N-no le hice nada —contestó y su voz se entrecortó —. ¿No pensaban decirme lo que planearon de mi vida? ¿Les parece que este era el cumpleaños que esperé tener? —preguntó a sus padres, mirándolos como a un par de extraños. 

—No seas insolente, Selene. ¿Sabes cuántas jóvenes de la nobleza habrían querido estar en tu lugar? —la retó su mamá y después frunció el ceño, sin quitarle los ojos de encima —. ¿Qué le dijiste al rey? y no digas que “nada”, porque prácticamente fuimos echados de la peor forma del castillo. 

Selene prefirió callar y rogó para que el camino hasta su casa se hiciera más corto, para poder llegar a su habitación y ahogar el llanto sobre su almohada.

Como si hubiera sido escuchada por ángeles, el camino hacia la casa fue rápido, sin contratiempos e ignorando la conversación y reclamos de sus padres. El coche no alcanzó a detenerse completamente, cuando Selene bajó de un salto y corrió al interior de su casa, porque no deseaba verles más la cara a los señores Russell. Después de todo lo ocurrido, ¿de verdad pensaban entregarla en matrimonio sin tener en cuenta su opinión o sus sentimientos? Selene sabía que ellos tenían el poder para hacerlo, pero había creído todos esos años que sus padres valoraban su vida, sus pensamientos y sentimientos. ¡Se había equivocado! Ellos solo estaban vigilando sus propios intereses.   

(...)

El sol no alcanzó a salir completamente por el horizonte, cuando toda una comitiva salía del castillo, antes de que el pueblo despertara por completo. La reina, su hijo y dos sirvientes subieron al carruaje, seguidos por un carruaje más y varios guardias a caballo.

Henry observó  por la ventana como todos salían del castillo y vio su oportunidad de escaparse sin ser visto, ni buscado, por lo que corrió a las caballerizas y salió a todo galope hacia las afueras de la ciudad. 

El galope de unos caballos y el sonido de unas ruedas contra la tierra y piedras del camino, exaltaron a los Russell, quienes seguían en sus habitaciones, no precisamente descansando, pues los padres de Selene habían dormido poco al seguir analizando detenidamente lo que había sucedido en la noche anterior y Selene tuvo la peor noche de su vida, quedándose dormida por el cansancio del llanto y teniendo pesadillas durante las pocas horas que estuvo inconsciente. 

Los golpes en la puerta, obligaron al Barón a levantarse de la cama con rapidez y correr a la puerta, sorprendiéndose ante la presencia de la reina, el rey y el médico de la corte real. El Barón los miró sin entender, pero se hizo a un lado para recibir a los visitantes, que entraron con paso seguro y un poco arrogantes.  

—Su Majestad —saludó con una reverencia —. ¿A qué debo el honor de su visita en mi hogar a esta hora? —preguntó, esperando no ser tomado como grosero, pero en su mente no veía sentido alguno a la presencia de la realeza en su casa. 

No demoró en aparecer Clarice, quien, al parecer, apenas escuchó las voces de los recién llegados, corrió a vestirse y ponerse lo más presentable posible. 

—¡Sus Majestades! ¡Qué alegría verlos en nuestra casa! ¡Por favor sigan! —exclamó efusiva y les hizo una seña para que siguieran a zona social de la gran casa, pero que no alcanzaba a ser una mansión, pues la fortuna del Barón se había visto comprometida en gran medida a consecuencia de algunos malos negocios del pasado, sin embargo, seguía teniendo su título nobiliario, dándole un nivel de respeto. 

Clarice llamó a los sirvientes de su casa, que no demoraron en aparecer, para atender a los visitantes inesperados. 

—Barón, hemos venido en busca de su hija y el doctor hará las examinaciones pertinentes antes de continuar con el compromiso —explicó la reina, mientras su hijo, el rey Frederick se mantenía en silencio, con el ceño fruncido y la mandíbula tensa. Tanto que parecía iba a romperse los dientes. 

—¿Examinaciones? —inquirió la madre de Selene confundida —. ¿A qué examinaciones se refiere? —preguntó, esperando una respuesta diferente a la que ya sabía iba a recibir. 

—Queremos comprobar que Selene sigue siendo virgen —contestó el rey cortante y con un tono tan firme, que nadie fue capaz de refutar —. ¿En dónde está? No tenemos tiempo que perder —exigió. 

Clarice atajó la réplica o reclamo que su esposo estuvo a punto de hacer, pues por más incómodos y ofendidos que se sintieran al ver que ponían en duda su palabra, no podían revelarse en contra del monarca. 

La madre de Selene se levantó con piernas temblorosas y tras hacer un asentimiento, se encaminó a la habitación de la chica, seguida por el médico, la reina, el rey y una enfermera. 

Clarice abrió la puerta de la habitación de su hija y sin darles tiempo a despertarla y prepararla para lo que iban a hacer, el médico fue entrando y caminando hacia ella, levantándola de un susto al mover las sábanas que la cubrían. 

—¡Mamá! ¿Qué sucede? —preguntó asustada. 

—Han venido a examinarte, cariño —comentó su madre y ella la miró con el ceño fruncido. 

—Hemos venido a comprobar tu virginidad —le informó Frederick de forma mordaz, ante lo que Selene lo miró atónita. 

—¡Yo soy virgen! ¡Nadie me ha tocado nunca! ¡No me he entregado a nadie! —gritó exaltada, mirando fijamente a Frederick y después al médico, a quien miró con súplica, pues moría de vergüenza con solo imaginar que alguien la tocara íntimamente, por más doctor que fuera. 

—Perdón, Selene, pero hemos venido a comprobarlo y tus palabras no son suficientes para calmar las dudas —refutó Frederick y los ojos de Selene se llenaron de lágrimas en un segundo. 

Ella estaba segura de lo que iban a encontrar al revisarla y alcanzó a pensar en que, haberse entregado a Henry en el pasado habría sido su salvación a un compromiso con un hombre que no amaba y que estaba dispuesto a humillarla de la peor manera. 

—Salgan de la habitación —pidió con la voz entrecortada, sabiendo que no tenía escapatoria. Notó duda en la mirada del rey, por lo que tragó saliva y sacó su voz del fondo de su pecho —. Por favor —pidió y ante el asentimiento de la reina, salieron su madre, el rey y la reina, dejándola a solas con la enfermera, que la miraba con lástima y el médico real, que mantenía una expresión inmutable. 

Cuando Henry pasó cerca de la casa de Selene, no imaginó ver ahí los carruajes que hace una hora atrás había visto salir del castillo. Tragó saliva y continuó con su camino, pues en toda la noche no había dejado de pensar en el compromiso de Selene con su primo.

Un escalofrío recorrió la espalda de Henry, cuando divisó la sencilla casa escondida entre algunos árboles, se bajó del caballo y lo amarró a una rama escondida, pues nadie podía darse cuenta de su presencia en ese lugar y mucho menos, se podía saber quién vivía ahí. 

Con pasos temerosos caminó hasta la puerta y no fue necesario anunciarse, porque esta se abrió ante su presencia, pero no dejó ver a nadie en el interior, sin embargo, no se detuvo y terminó de entrar. 

—¿Por qué has venido? —le preguntó una voz femenina a su espalda. 

—¿Tú lo sabías? —preguntó sin responder lo que le habían preguntado. 

—¿De qué estás hablando? 

—¿Sabías que Selene sería la prometida de Frederick? —inquirió con la mandíbula tensa. Levantó la mirada y se quedó esperando una respuesta, que se demoró mucho tiempo en llegar. 

—Sí… —contestó y Henry la miró sorprendido —. ¿Qué ha pasado? 

—¡Anoche han hecho el anuncio de su compromiso! —gritó —. ¡Si sabías que ella sería su prometida, ¿por qué hiciste que me acercara a ella y la enamorara?! ¡¿Qué clase de madre eres?! —inquirió ofendido y controlando el nudo en su garganta. 

—No, no, no… ¿Anunciaron su compromiso? —preguntó con el ceño fruncido y Henry asintió con furia —. ¡Se supone que eso no sucedería hasta dentro de un año! —refutó furiosa —. ¡Tenías un año más para enamorarla y quedarte con ella! —gritó frustrada —. Ella iba a ser tu esposa, porque fue un acuerdo que hizo tu padre con tu maldito abuelo, cuando ella nació, pero al haberlo perdido todo, fue asignada a tu primo. ¡Todo nos lo han quitado! —exclamó furiosa y lanzó un jarrón de cerámica que estaba a la mano —. En tus manos está que tu primo no se salga con la suya, igual que siempre.  Eres el único que debe ocupar el trono, Henry, debes ser el único esposo que Selene debe tener…

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