Abrí los ojos de golpe, el corazón aún desbocado. El sonido seco del disparo seguía retumbando en mis oídos, y lo primero que vi fue el agujero en la pared, apenas a unos centímetros de mi cabeza. La bala había impactado ahí, tan cerca que pude oler la pólvora mezclada con el polvo del yeso.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Ese idiota hablaba en serio. Si no hubiera tenido tan buena puntería, yo estaría muerta. Tragué saliva con dificultad, agradeciendo a Dios por esa mínima chispa de suerte.
Lentamente giré el rostro hacia Liam. Él me observaba con una ceja alzada, sus ojos ardiendo de furia contenida.
—Esto es para que lo tengas claro —su voz era grave, cortante, un veneno que se deslizaba directo a mi pecho—. Conmigo no se juega. Si vuelves a cabrearme… no fallaré. Te lo juro.
Un silencio espeso cayó sobre la habitación. El arma seguía en su mano, como una sombra que pesaba sobre todos los presentes. Entonces, con un movimiento brusco, desvió la mirada hacia Fabián.
—¿Qué esperas?