Volví a la propiedad justo antes del atardecer.
El sol caía lento, como si supiera lo que estaba por ocurrir.
Guardé el frasco con el veneno en el fondo de mi bolso, bien envuelto, entre un par de cosas inútiles. Ni siquiera una inspección profunda lo encontraría.
Entré por la entrada principal como si nada, con la cabeza en alto, como si no llevara en la bolsa la muerte envuelta en vidrio.
Y como si me lo esperara, ahí estaba él.
Alexander.
De pie, justo al final del pasillo.
Brazo cruzado, mandíbula tensa.
Su mirada me atravesó como un cuchillo.
Frené un segundo.
Me sorprendió que estuviera tan cerca.
Y también… me gustó.
Eso significaba que aún me miraba.
Que aún le importaba lo que hacía.
El veneno aún no era necesario para él. Aún no.
Caminó directo hacia mí.
—¿Dónde estabas, Jessica? —dijo con voz dura, sin espacio para mentiras.
Sonreí.
Sonreí porque su tono me provocó algo… dulce.
Se preocupaba. Aunque no quisiera admitirlo.
—¿Qué pasa, amorcito? —dije con una sonrisa fingida