—Entiendo, hermano. Soy una inútil, ¿verdad? Tener esta extraña enfermedad y ser una carga para ti y Julia...—dijo Cristina cada vez más triste, con lágrimas cayendo.
Andrés, algo incómodo, le dio un pañuelo y la consoló:
—No es tu culpa. Nadie quiere enfermarse, no pienses demasiado en ello.
—Sí—asintió Cristina con aire lastimero. —Hermano, ¿no me abandonarás, verdad?
—No lo haré.
Julia bajó las escaleras y escuchó la conversación. Vio la escena: en la luz de la mañana, el hombre alto y apuesto, la mujer frágil e inocente suplicándole que no la abandonara, y él prometiéndoselo. El corazón de Julia se enfrió. No quería molestarse, pero se sentía abatida. Perdió el apetito y se preparó para ir al trabajo.
—Julia—la llamó Andrés al verla en la puerta poniéndose los zapatos.
Julia se volteó. Cristina se escondió detrás de Andrés y la saludó tímidamente:
—¡Julia!
Con rostro inexpresivo, Julia dijo:
—Me voy a trabajar, sigan conversando.
—Aún no has desayunado. Come algo antes de irte—dijo