Ella ya no reprimía sus sentimientos. Su felicidad irradiaba desde adentro, como un girasol bañado por la luz del sol: radiante, exuberante y luminosa.
Andrés se quedó embelesado mirándola. Sonrió y tomó su mano, con la intención de sentarla en su regazo.
Julia se resistió, rodeándole el cuello con los brazos y negando con la cabeza. —Primero come la pasta, o se enfriará.
—Está bien—, cedió Andrés, soltándola. Miró el plato de pasta, que tenía carne y ensalada.
Andrés tenía la costumbre de evitar las verduras al comer.
Julia frunció el ceño y le dijo con firmeza: —No, tienes que comer las verduras, Andrés. Cómelas ahora mismo.
Andrés la miró y dijo resignado: —No quiero.
—No importa, debes comerlas. Te voy a supervisar—, exigió ella con autoridad. —Normalmente tú me dices qué hacer y yo obedezco, ahora te toca a ti escucharme.
Andrés, sin poder resistirse a su esposa, comió las verduras bajo su mirada severa pero cariñosa.
Cuando terminó, Julia sonrió, sus ojos brillando de alegría, he